Capítulo 3: EL VEDADO Y HABANA VIEJA.
Hacia el oeste de Habana
Centro, el barrio llamado El Vedado también es inquieto, pero más descomprimido
y en el que se pueden encontrar calles más tranquilas. Tiene sus grandes
avenidas, plazas, hoteles y monumentos.
El movimiento cultural e intelectual habanero parece sentirse más a gusto en
los alrededores del hermoso edificio de la Universidad, en teatros y cines, en
veredas y restoranes que se desparraman entre el Malecón (al norte) y la Plaza
de la Revolución (al sur).
Más allá, siguiendo la
línea de la costa hacia el oeste, están los barrios de Playa y Miramar, donde
los sectores populares siguen a una zona residencial de embajadas y hoteles
cinco estrellas, donde la 5ta. Avenida expone a veces, en alguna esquina, la
mirada poderosamente insinuante y a la vez resignada de alguna mujer que sueña quizá
con llegar a un mundo mejor a través de su cuerpo (hay quienes dicen que
algunas “jineteras” tienen la esperanza de “enamorar” a algún extranjero para
que eso se convierta en la posibilidad de salir de la isla).
Del otro lado de Habana
Centro, hacia el este, entre el Capitolio y la Bahía de La Habana, se extiende
la llamada Habana Vieja, un conjunto de manzanas que resumen las diferencias
entre ruina y restauración. Los órganos vitales del cuerpo viejo de La Habana
son cuatro plazas, interconectadas por arterias de lo más pintorescas.
Escenarios que parecen de película, con un marco dibujado por la pluma europea
en tiempos de colonia, como por ejemplo la impresionante fachada de la catedral
de San Cristóbal.
Calles como Obispo y
Mercaderes son dignas de vivencias mágicamente reales, y en cualquier rincón
uno puede encontrarse con detalles sorprendentes. Vale la pena tener alerta los
cincos sentidos y la emoción a flor de piel andando bajo balcones desbordados
de ropas colgadas secándose al viento, esquivando escombros, degustando mohito.
En Habana Vieja recibimos
el año nuevo, cenando a la luz de unas velas en la plazoleta Simón Bolívar, contigua al
museo Guayasamín, al lado de una fuente rodeada de plantas, escuchando boleros.
Cuando llegaron las doce se oyeron unos cañonazos de salva desde el fuerte que
custodia la bahía y brindamos por los buenos deseos con todos los que andaban
por ahí, entrañables desconocidos.
Después del brindis el
mozo nos advirtió “si no quieren mojarse quédense un rato aquí”, y nos miramos
sin entender. Enseguida se oyó el primer grito de “aaaguaaa” y un baldazo se
desparramó en el empedrado. Así nos enteramos que en La Habana Vieja no se usa
pirotecnia, pero caen los baldazos de agua en cualquier momento, desde
cualquier balcón o ventana, empapando distraídos y abrillantando las calles por
donde todos andan a las carcajadas buscando tragos bajo el aura de los faroles.
En algún momento de esas
andanzas vi a alguien asomarse por una ventana y quise mirar todo lo que pasaba
desde sus ojos. Más de una vez tuve la sensación de que la vida en La Habana se
deja contemplar más irreverente y vanidosa, más desfachatada y gustosa, desde
cualquier balcón enclenque o al asomarse uno, con curiosidad de niño, por una
ventana oxidada.
Capítulo 4: CAMINO A CIENFUEGOS.
Nos levantamos muy
temprano y tomamos unas guaguas para llegar a la estación de ómnibus. La idea
era conseguir pasajes para viajar a la ciudad de Cienfuegos. El día a penas se
anunciaba y la ciudad no mostraba intenciones de desperezarse.
Cuando por fin abrió la
oficina de ómnibus para turistas, ya que (casi) no es posible que los turistas
viajen en servicios de transporte para residentes, nos informaron que ya no
quedaban pasajes para ese día, que estaban todos vendidos de antemano, que la
única alternativa era esperar que algunos pasajeros con boleto no se
presentaran a la hora de salida (cerca del mediodía) para poder ocupar sus
lugares.
Nos sentamos un rato en
un pasillo para definir si esperábamos esa posibilidad o cambiábamos de
itinerario, librados a las circunstancias, cuando alguien se nos acercó y nos
preguntó a dónde queríamos viajar. Segundos después, esa misma persona nos
ofreció viajar a Cienfuegos por el mismo precio del viaje en ómnibus pero en
taxi con aire acondicionado (algo absolutamente innecesario esa mañana fresca)
y sin tener que esperar unas horas para la partida incierta.
Meditación de por medio,
en un contrapunto entre nuestra responsabilidad desconfiada y nuestro espíritu
aventurero, aceptamos la propuesta. Minutos más tarde cargamos las mochilas
velozmente en el baúl de un auto bastante moderno y nos entregamos al deambular
prudentemente silencioso del taxista por una zona de la ciudad ajena para
nosotros, todavía a oscuras.
Más allá de algunos
temores nuestros, parecía que la primera salida a la ruta rumbo al interior de
la isla iba a ser tranquila, cómoda y silenciosa, adivinando el paisaje y sus
detalles en pleno amanecer, como en un sueño en el que todo termina saliendo
más fácil de lo esperable. Pero no. A pocos minutos de salir el taxista anuncia
que va a subir más pasajeros, “para que el viaje me rinda”; estaciona un
instante en una esquina suburbana y desaparece dejando un espeso silencio… y
justo cuando fermentaba en nosotros la idea de una emboscada delictiva,
reaparece con dos señoras y una niña cargadas de bolsas. Nos amuchamos los seis
dentro del rodado reacomodando pertenencias como en un tetris y, ahí sí,
salimos a la conquista del camino.
A la apretujada travesía de
unas horas hay que sumar el aire acondicionado prometido, aun insistiendo que
no era necesario, y la música a un volumen considerable como si fuese todo un merecido
agasajo: Marco Antonio Solís, Leo Dan, Amanda Miguel, Tormenta, etc., etc.,
etc. La charla no llegó a ser muy profunda, pero sí muy informal y divertida
(aunque mi compañera optó por dormir -o fingir que dormía- perdiéndose la
fiesta).
Además de lo que pasaba
dentro del auto, sólo recuerdo algunas imágenes del recorrido: campos de caña
de azúcar bajo un tibio sol ascendente disolviendo la niebla.