El día amaneció extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el
camino principal del Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En
ella había un sendero apenas visible y muy poco frecuentado, que se
dirigía al Este a través de una espesura de abetos. La pendiente era
muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se detuvo para tomar
aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad consultando su
reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar de que
ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero las cosas
parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo sutilmente
lóbrego que lo entenebrecía todo y cuya causa era la falta de sol. Pero
esto no preocupaba al caminante. Estaba ya acostumbrado. Llevaba varios
días sin ver el globo radiante y sabía que habrían de transcurrir
algunos más para que se asomase un poco por el Sur, sobre la línea del
horizonte, volviendo a desaparecer en seguida.
El viajero miró hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más de
kilómetro y medio, y estaba cubierto por una capa helada de un metro de
espesor, sobre la que se extendía otra de nieve, igualmente densa. La
superficie helada del río era de una blancura deslumbrante y se extendía
en suaves ondulaciones formadas por las presiones contrarias de los
hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que alcanzaba la vista,
reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una línea oscura, fina como
un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia el Sur, bordeando una isla
cubierta de abetos; después cambiaba de rumbo y se dirigía al Norte,
siempre ondulando, para desaparecer, al fin, tras otra isla, cubierta de
abetos igualmente. Esta línea oscura y fina era un camino, el camino
principal que, después de recorrer más de ochocientos kilómetros,
conducía por el Sur al Paso de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por
el Norte a Dawson, tras un recorrido de ciento doce kilómetros. Desde
aquí cubría un trayecto de mil seiscientos kilómetros para llegar a
Nulato, y otro de casi dos mil para terminar en St. Michael, a orillas
del mar de Behring.
Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se
perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío
intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor
impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello,
ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer
invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación.
Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le
interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero
correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación.
Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo,
pero la cosa no pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no le llevaba a
reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre caliente, ni a
extenderse en consideraciones acerca de la debilidad humana, diciéndose
que el hombre sólo puede vivir dentro de estrechos limites de frío y
calor; ni tampoco a filosofar sobre la inmortalidad del hombre y el
lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta grados bajo cero
representaba un frío endemoniado contra el que había que luchar mediante
el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos
calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso:
cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era
cosa que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al disponerse a continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un
chasquido que le sobresaltó. Escupió nuevamente y otra vez la saliva
crujió en el aire, antes de caer en la nieve. Sabía que a cincuenta
grados bajo cero la saliva se helaba y producía un chasquido al entrar
en contacto con la nieve, pero esta vez el chasquido se había producido
en el aire. Sin duda, y aunque no pudiera precisar cuánto, la
temperatura era inferior a cincuenta grados bajo cero. Pero esto no le
importaba. Su objetivo era una antigua localidad minera situada junto al
ramal izquierdo del torrente de Henderson, donde sus compañeros le
esperaban. Ellos habían llegado por el otro lado de la línea divisoria
que marcaba el límite de la comarca del riachuelo indio, y él había
dado un rodeo con objeto de averiguar si en la estación primaveral sería
posible encontrar buenos troncos en las islas del Yukon.
Llegaría al campamento a las seis; un poco después del atardecer
ciertamente, pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena hoguera
encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía algo.
Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su chaqueta. Lo
llevaba bajo la camisa. La envoltura era un pañuelo en contacto con su
piel. Era la única manera de evitar que las galletas se helasen. Sonrió
satisfecho al pensar en aquellas galletas, empapadas en grasa de jamón y
que, partidas por la mitad, contenían gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró entre los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se
distinguía. Había caído un palmo de nieve desde haber pasado el último
trineo, y el hombre se alegró de no utilizar esta clase de vehículos,
pues a pie podía viajar más de prisa. A decir verdad, no llevaba nada,
excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos modos, aquel frío le
molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras frotaba su helada
nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba que cubría
su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la nariz aquilina, que
avanzaba retadora en el aire helado.
Pisándole los talones trotaba un perro, un corpulento perro esquimal, el
auténtico perro lobo, de pelambre gris que, aparentemente, no se
diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El animal estaba
abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era bueno
para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del hombre. En
realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a cincuenta
grados bajo cero, sino que se acercaba a los sesenta. El perro,
naturalmente, ignoraba por completo lo que significaban los termómetros.
Es muy posible que su cerebro no registrase la aguda percepción del
frío intensísimo que captaba el cerebro del hombre. Pero el animal
contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y amenazadora
impresión que se había adueñado de él por entero y le mantenía pegado a
los talones del hombre. Su mirada ansiosa e interrogante seguía todos
los movimientos, voluntarios e involuntarios, de su compañero humano.
Parecía estar esperando que acampara, que buscara abrigo en alguna parte
para encender una hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y
lo deseaba. A falta de él, de buena gana se habría enterrado en la nieve
y se habría acurrucado para evitar que el calor de su cuerpo se
dispersara en el aire. Su húmedo aliento se había helado, cubriendo su
piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente sus fauces, su
hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas
cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían
igualmente cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa, pues
era ya compacto hielo, y su volumen aumentaba de continuo por efecto de
las cálidas y húmedas espiraciones. Además, el hombre mascaba tabaco, y
el bozal de hielo mantenía sus labios tan juntos, que, al escupir, no
podía expeler la saliva a distancia. A consecuencia de ello, su barba
cristalina, amarilla y sólida como el ámbar, se iba alargando
paulatinamente en su mentón. De haber caído, se habría roto en mil
pedazos como si fuera de cristal. Pero aquel apéndice no tenía
importancia. Era el precio que habían de pagar en aquel inhóspito país
los aficionados a mascar tabaco. Además, él ya había viajado en otras
dos ocasiones con un frío horroroso. No tanto como esta vez, desde
luego; pero también extraordinario, pues, por el termómetro de alcohol
de Sixty Mile, supo que se habían registrado de cuarenta y seis a
cuarenta y ocho grados centígrados bajo cero.
Recorrió varios kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque,
cruzó un amplio llano cubierto de flores negruzcas y descendió por una
viva pendiente hasta el lecho helado de un arroyuelo. Estaba en el
Henderson Creek y sabía que le faltaban dieciséis kilómetros para
llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las diez.
Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y calculó que llegaría
a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar cuando llegase,
para celebrarlo.
El perro se pegó de nuevo a sus talones, con la cola hacia bajo – tanto
era su desaliento -, cuando el viajero siguió la marcha por el lecho del
río. Los surcos de la vieja pista de trineos se veían claramente, pero
más de un palmo de nieve cubría las huellas de los últimos hombres que
habían pasado por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado por
aquel arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente.
Nunca sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran
sumamente vagas. Que almorzaría en la confluencia y que a las seis ya
estaría en el campamento, con sus compañeros, era lo único que aparecía
con claridad en su mente. No tenía a nadie con quien conversar y, aunque
lo hubiese tenido, no habría podido pronunciar palabra, pues el bozal
de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto, siguió mascando tabaco
monótonamente, mientras aumentaba la longitud de su barba ambarina.
De vez en cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío y
de que él jamás habría sufrido los efectos de una temperatura tan baja.
Durante su marcha, se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su
enguantada mano. Lo hacía maquinalmente, una vez con la derecha y otra
con la izquierda. Pero, por mucho que se frotara, apenas dejaba de
hacerlo, los pómulos primero, y poco después la punta de la nariz, se le
congelaban. Estaba seguro de que se le helarían también las mejillas.
Sabía que esto era inevitable y se recriminaba por no haberse cubierto
la nariz con una de aquellas tiras que llevaba cuando hacía mucho frío.
Con esta protección habría resguardado también sus mejillas. Pero, en
realidad, esto no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas heladas?
Dolían un poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca complicaciones
graves.
Por vacío de pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y
vigilante; así pudo advertir todos los cambios que sufría el curso del
riachuelo: sus curvas, sus meandros, los montones de leña que lo
obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho dónde ponía los pies. Una vez,
al doblar un recodo, dio un respingo, como un caballo asustado, se
desvió del camino que seguía y retrocedió varios pasos. El arroyo estaba
helado hasta el fondo – ningún arroyo podía contener agua en aquel
invierno ártico -, pero el caminante sabía que en las laderas del monte
brotaban manantiales cuya agua discurría bajo la nieve y sobre el hielo
del arroyo. Sabía también que estas fuentes no dejaban de manar ni en
las heladas más rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que
suponían. Eran verdaderas trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la
lisa superficie de la nieve, charcas que lo mismo podían tener diez
centímetros que un metro de profundidad. A veces, una sola película de
hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre ellas y esta capa de
hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos, las capas de
hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la primera, uno se
iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como ocurría a veces, le
llegaba ala cintura.
De aquí que retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado
que la nieve cedía bajo sus pies y, seguidamente, su oído había captado
el crujido de la oculta capa de hielo. Mojarse los pies cuando la
temperatura era tan extraordinariamente baja suponía algo tan molesto
como peligroso. En el mejor de los casos, le impondría una demora, pues
se vería obligado a detenerse con objeto de encender una hoguera, ya
que sólo así podría quitarse los mocasines y los calcetines para
ponerlos a secar, permaneciendo con los pies desnudos.
Se detuvo para observar el lecho del arroyo y sus orillas y llegó a la
conclusión de que el agua venía por el lado derecho. Reflexionó un
momento, mientras se frotaba la nariz y las mejillas, y seguidamente se
desvió hacia la izquierda, pisando cuidadosamente, asegurándose de la
firmeza del suelo a cada paso que daba.
Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca una nueva
porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis kilómetros y medio por
hora.
En las dos horas siguientes de viaje se encontró con varias de aquellas
fosas invisibles. Por regla general, la nieve que cubría las charcas
ocultas formaba una depresión y tenía un aspecto granuloso que anunciaba
el peligro. Sin embargo, por segunda vez se salvó el viajero por
milagro de una de ellas. En otra ocasión, presintiendo el peligro,
ordenó al perro que pasara delante. El animalito se hacía el remolón y
clavaba las patas en el suelo cuando el hombre le empujaba. Al fin,
viendo que no tenía más remedio que obedecer, se lanzó como una
exhalación a través de la blanca y lisa superficie. De pronto, se
hundió parte de su cuerpo, pero el animal consiguió alcanzar terreno más
firme. Tenía empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las
cubría se convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo
esfuerzos desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en la
nieve y procedió a arrancar con los dientes los menudos trozos de hielo
que habían quedado entre sus dedos. El instinto le impulsaba a obrar
así, pues sus patas se llagarían si no las despojaba de aquel hielo. El
animal no podía saber esto y se limitaba a dejarse llevar de aquella
fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de su ser. Pero el
hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo: por eso se quitó el
guante de la mano derecha y ayudó al perro en la tarea de quitarse
aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera un minuto tuvo sus dedos
expuestos al aire, pero de tal modo se le entumecieron, que el hombre
se quedó pasmado al mirarlos. Lanzando un gruñido, se apresuró a
calzarse el guante y al punto empezó a golpear furiosamente su helada
mano contra su pecho.
A las doce, el día alcanzaba allí su máxima luminosidad, a pesar de que
el sol se hallaba demasiado hacia el Sur en su viaje invernal rumbo al
horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa de la tierra se
interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región donde el
hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin
proyectar sombra alguna.
A las doce y media en punto, llegó el viajero a la confluencia. Estaba
satisfecho de su marcha. Si mantenía este paso, estaba seguro de que se
reuniría con sus compañeros a las seis de la tarde.
Se quitó la manopla y se desabrochó la chaqueta y la camisa para sacar
el paquete de galletas. No tardó más de quince segundos en realizar
esta operación, pero este breve lapso fue suficiente para que sus dedos
expuestos a la intemperie quedasen insensibles. En vez de ponerse la
manopla, golpeó repetidamente la mano contra su pierna. Luego se sentó
en un tronco cubierto de nieve, para comer. Las punzadas que había
notado en sus dedos al caldearlos a fuerza de golpes cesaron tan
rápidamente, que se sorprendió. Ni siquiera había tenido tiempo de
morder la galleta. Volvió a darse una serie de golpes con la mano en la
pierna y de nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano
para comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de
hielo se lo impidió. Se había olvidado de que tenía que encender una
hoguera para fundir aquel hielo. Sonrió ante su estupidez y, mientras
sonreía, notó que el frío se iba infiltrando en sus dedos descubiertos.
También advirtió que la picazón que había sentido en los dedos de los
pies al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto significaría
que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los
mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último.
Se puso la manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado.
Empezó a ir y venir, pisando enérgicamente hasta que volvió a sentir
picazón en los pies. La idea de que hacía un frío horroroso le
obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en Sulphur Creek no
había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de aquellas
regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus barbas!
Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada. Evidentemente,
el frío era espantoso. Continuó sus paseos, pisando con fuerza y
golpeándose los costados con los brazos. Al fin, se tranquilizó al
notar que se apoderaba de él un agradable calorcillo. Entonces sacó las
cerillas y se dispuso a encender una hoguera. Se procuró leña buscando
entre la maleza, allí donde las crecidas de la primavera anterior habían
acumulado gran cantidad de ramas semipodridas. Procediendo con el
mayor cuidado, consiguió que el pequeño fuego inicial se convirtiese en
crepitante fogata, cuyo calor desheló su barba y le permitió comerse las
galletas. Por el momento había logrado vencer al frío. El perro, con
visible satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose
lo bastante cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo
pudiera chamuscarse.
Cuando hubo terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias
chupadas con toda parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se
ajustó el pasamontañas sobre las orejas y echó a andar por el ramal
izquierdo de la confluencia. El perro mostró su disgusto andando como a
la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al fuego. Aquel hombre no
tenía noción de lo que significaba el frío. Seguramente, todos sus
antepasados, generación tras generación, habían ignorado lo que era el
frío, el frío de verdad, el frío de sesenta grados bajo cero. Pero el
perro sí que sabía lo que era; todos sus antepasados lo habían sabido, y
él había heredado aquel conocimiento. También sabía que no era
conveniente permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso.
Lo prudente en aquel momento era abrir un agujero en la nieve,
ovillarse en su interior y esperar que un telón de nubes cortara el paso
a la ola de frío. Por otra parte, no existía verdadera intimidad entre
el hombre y el perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y las únicas
caricias que de él había recibido en su vida eran las que se podían
prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras y
gruñidos amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor intento
de comunicar su aprensión al hombre. No le preocupaba el bienestar de
su compañero de viaje; si miraba con nostalgia al fuego, lo hacía
pensando únicamente en sí mismo. Pero el hombre le silbó y le habló con
un sonido que parecía el restallar de un látigo, y él se pegó a sus
talones y continuó la marcha.
El hombre empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una
barba de ámbar. Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir
rápidamente sus bigotes, sus cejas, sus pestañas, de un blanco polvillo.
En la bifurcación izquierda del Henderson no parecía haber tantos
manantiales, pues el hombre ya llevaba media hora sin descubrir el menor
rastro de ellos. Y entonces sucedió lo inesperado. En un lugar que no
mostraba ninguna señal sospechosa, donde la nieve suave y lisa hacía
pensar que el hielo era sólido debajo de ella, el hombre se hundió. Pero
no muy profundamente. El agua no le había llegado a las rodillas cuando
consiguió salir de la trampa trepando a terreno firme.
Montó en cólera y lanzó una maldición. Confiaba en llegar al campamento a
las seis, y aquello suponía una hora de retraso, pues tendría que
encender fuego para secarse los mocasines. La bajísima temperatura
imponía esta operación. Consciente de ello, volvió a la orilla y trepó
por ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos enanos y
encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había depositado
allí la crecida: astillas y pequeñas ramas principalmente, pero también
ramas podridas y hierba fina del año anterior. Echó sobre la nieve
varias brazadas de esta leña y así formó una capa que constituiría el
núcleo de la hoguera, a la vez que una base protectora, pues evitaría
que el fuego se apagase apenas encendido, al fundirse la nieve.
Frotando una cerilla contra un trocito de corteza de abedul que sacó
del bolsillo, y que se inflamó con más facilidad que el papel, consiguió
hacer brotar la primera llama. Acto seguido, colocó la corteza
encendida sobre el lecho de hierba y ramaje y alimentó la incipiente
hoguera con manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba esta tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del
peligro en que se hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue
creciendo, fue alimentándola con ramitas de mayor tamaño. Echado en la
nieve, arrancaba a tirones las ramas de la enmarañada maleza y las iba
echando en la hoguera. Sabía que no debía fracasar. Cuando se tienen los
pies mojados y se está a sesenta grados bajo cero, no debe fallar la
primera tentativa de encender una hoguera. Si se tienen los pies secos,
aunque la hoguera se apague, le queda a uno el recurso de echar a
correr por el sendero. Así, tras una carrera de un kilómetro, la
circulación de la sangre se restablece. Pero la sangre de unos pies
mojados y a punto de congelarse no vuelve a circular normalmente por
efecto de una carrera cuando el termómetro marca sesenta grados bajo
cero: por mucho que se corra, los pies se congelarán.
El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de Sulphur Creek
se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba ahora, agradecido,
tan útiles consejos.
Sus pies habían perdido ya la sensibilidad por completo. Para encender
el fuego había tenido que quitarse los gruesos guantes, y los dedos se
le habían entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de su
marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de su
cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba sanguínea
aminoró el ritmo. El frío del espacio caía sin clemencia sobre la
corteza terrestre, y el viajero recibía de pleno el impacto en aquella
región desprotegida. Y entonces su sangre se escondía, atemorizada. Su
sangre era algo vivo como el perro, y, como él, quería ocultarse,
huyendo de aquel frío aterrador. Mientras el hombre caminó a paso vivo,
la sangre, mal que bien, llegó a la superficie del cuerpo, pero ahora
que se había detenido, el liquido vital se retiraba a lo más recóndito
del organismo. Las extremidades fueron las primeras en notar esta
retirada. Sus pies mojados se congelaban a toda prisa. Los dedos de sus
manos, al permanecer al descubierto, sufrían especialmente los efectos
del frío, pero todavía no habían empezado a congelarse. Su nariz y sus
mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a toda su epidermis,
al perder el calor de la corriente sanguínea.
Pero estaba salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus
pies, su nariz y sus mejillas, porque el fuego empezaba a arder con
fuerza. Lo alimentaba con ramas de un dedo de grueso. Transcurrido un
minuto, podría echar ramas como su muñeca. Entonces, podría quitarse los
empapados mocasines y, mientras los secaba, tener calientes los pies
desnudos, manteniéndolos junto al fuego… después de haberse frotado con
nieve, como es natural. Había conseguido encender fuego. Estaba
salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano de Sulphur
Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía viajar solo
por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos de cincuenta
grados bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba él, que había
sufrido los mayores contratiempos, hallándose solo y, a pesar de ello,
se había salvado. Pensó que aquellos veteranos, a veces, exageraban las
precauciones. Lo único que había que hacer era no perder la cabeza, y
él no la había perdido. Cualquier hombre digno de este nombre podía
viajar solo. De todos modos, era sorprendente la rapidez con que se le
helaban las mejillas y la nariz. Por otra parte, nunca hubiera creído
que los dedos pudiesen perder la sensibilidad en tan poco tiempo. Los
tenía como el corcho: apenas podía moverlos para coger las ramitas y le
parecía que no eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla para
asegurarse de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la
comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero nada de esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego,
chisporroteando, estallando y prometiendo la vida con sus inquietas
llamas. Empezó a desatarse los mocasines. Estaban cubiertos de una capa
de hielo. Los gruesos calcetines alemanes que le llegaban hasta cerca
de las rodillas parecían fundas de hierro, y los cordones de los
mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados. Estuvo
un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero, al fin,
comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo.
Antes de que pudiese cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La
culpa fue suya, pues había cometido un grave error. No debió encender el
fuego debajo del abeto, sino al raso, aunque le resultaba más fácil
buscar las ramas entre la maleza para echarlas directamente al fuego. El
árbol al pie del cual había encendido la hoguera tenía las ramas
cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no soplaba la más leve ráfaga de
aire y las ramas estaban sobrecargadas. Cada vez que arrancaba una rama
de la maleza sacudía ligeramente al árbol, comunicándole una vibración
que él no notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre. En
lo alto del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre
otras ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a
la de otras ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol. Formando un
verdadero alud, toda aquella nieve cayó de improviso sobre el hombre, y
también sobre la hoguera, que se apagó en el acto. Donde hacía un
momento ardía alegremente una fogata, sólo se veía ahora una capa de
nieve floja y recién caída.
El viajero quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír
pronunciar su sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito,
sentado en el suelo, mirando el lugar donde había estado la hoguera.
Acto seguido, una profunda calma se apoderó de él. Sin duda, el veterano
de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera viajado con otro, no habría
corrido el peligro que estaba corriendo, pues su compañero de viaje
habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba solo, no tenía más
remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta vez aún era más
indispensable que no fallara.
Aunque lo consiguiera, no se libraría, seguramente, de perder algunos
dedos de los pies, pues los tenía ya muy helados y la operación de
encender una nueva fogata le llevaría algún tiempo.
Éstos eran sus pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar,
sino que mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo,
trabajando sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra hoguera,
esta vez en un lugar despejado, lejos de los árboles que la pudieran
apagar traidoramente. Después reunió cierta cantidad de ramitas y
hierbas secas. No podía cogerlas una a una, porque tenía los dedos
agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo pudo formar un
montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde. Habría sido
preferible prescindir de este musgo, pero no pudo evitarlo. Trabajaba
metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para
utilizarlas cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el perro
permanecía sentado, mirándole con expresión anhelante y triste. Sabía
que era el hombre el que había de proporcionarle el calor del fuego,
pero pasaba el tiempo y el fuego no aparecía.
Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al bolsillo
para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, en
aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la pudieron identificar
por el tacto, reconoció el ruido que produjo el roce de su guante con
ella. En vano intentó cogerla.
La idea de que a cada segundo que pasaba sus pies estaban más congelados
absorbía su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor,
pero luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes
con los dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos.
Ejecutó estas operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó para
seguir braceando. El perro, en cambio, continuó sentado, con las patas
delanteras envueltas y protegidas por su tupida cola de lobo, las
puntiagudas orejas vueltas hacia adelante para captar el menor ruido, y
la mirada fija en el hombre. Éste, mientras movía los brazos y se
golpeaba los costados con ellos, experimentó una repentina envidia al
mirar a aquel ser al que la misma naturaleza proporcionaba un abrigo
protector.
Al cabo de un rato de dar fuertes y continuos golpes con sus dedos,
sintió en ellos las primeras y leves señales de vida. La ligera picazón
fue convirtiéndose en una serie de agudas punzadas, insoportablemente
dolorosas, pero que él experimentó con verdadera satisfacción. Con la
mano derecha desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos,
faltos de protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz
de fósforos. Pero el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida sus
dedos, y, al intentar separar una cerilla de las otras, le cayeron
todas en la nieve. Trató de recogerlas, pero no lo consiguió: sus
entumecidos dedos no tenían tacto ni podían asir nada. Entonces
concentró su atención en las cerillas, procurando no pensar en sus pies,
su nariz y sus mejillas, que se le iban helando. Al faltarle el tacto,
recurrió a la vista, y cuando comprobó que sus dedos estaban a ambos
lados del haz de fósforos, intentó cerrarlos. Pero no lo consiguió: los
agarrotados dedos no le obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y
la golpeó enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos
enguantadas manos de modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo
recoger las cerillas, a la vez que una buena cantidad de nieve. Lo
depositó todo en su regazo, pero con ello no logró que las cosas
mejorasen.
Tras una serie de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas
quedase entre sus dos muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este modo,
pudo acercarlo a su boca. Haciendo un gran esfuerzo, y entre crujidos y
estampidos del hielo que rodeaba sus labios, logró abrir las
mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior y adelantó la
superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas, que hizo
caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues no podía
recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema. Atenazó la
cerilla con los dientes y la frotó contra su pierna. Tuvo que repetir
veinte veces el intento para lograr que el fósforo se encendiera.
Entonces, manteniéndolo entre los dientes, lo acercó a la corteza de
abedul. Pero el azufre que se desprendió de la cerilla, por efecto de la
combustión, penetró en sus fosas nasales y llegó hasta sus pulmones,
produciéndole un violento ataque de tos. La cerilla cayó en la nieve y
se apagó.
«El veterano de Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando
dominar su desesperación, que aumentaba por momentos. «Cuando la
temperatura es inferior a cincuenta grados bajo cero, no se puede
viajar.»
Se golpeó las manos una contra otra, pero no consiguió despertar en
ellas sensación alguna. De súbito, se quitó los guantes con los dientes y
apresó torpemente el haz de cerillas con sus manos insensibles, que
pudo apretar una contra otra con fuerza, gracias a que los músculos de
sus brazos no se habían helado. Una vez hubo sujetado así el manojo de
cerillas, lo frotó contra su pierna. Los sesenta fósforos se encendieron
de súbito, todos a la vez. No se podían apagar, porque la inmovilidad
del aire era absoluta. El viajero apartó la cabeza para esquivar la
sofocante humareda y acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul.
Entonces sintió algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó
por el olor y también por cierta sensación profunda que no llegaba a la
superficie. Esta sensación se convirtió en un dolor que se fue
agudizando, pero él lo resistió y apretó torpemente el llameante haz de
cerillas contra la corteza de abedul, que no se encendía con la rapidez
acostumbrada, porque las manos quemadas del hombre absorbían casi todo
el calor.
Al fin, no pudo resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los
fósforos encendidos cayeron sobre la nieve, donde se fueron apagando
entre débiles silbidos. Afortunadamente, la llama había prendido ya en
la corteza de abedul. El hombre empezó a acumular hierba seca y
minúsculas ramas sobre el incipiente fuego. Pero no podía hacer una
selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla, tenía que unir, a
modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes, y como
podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de musgo verde
adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la pequeña
hoguera. Sus movimientos eran torpes, pero aquel fuego significaba la
vida y no debía apagarse. La sangre había abandonado la parte exterior
de su organismo, y el hombre empezó a temblar y a proceder con mayor
torpeza todavía.
En esto, un puñado de musgo verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al
tratar de apartarlo, lo hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor,
que dispersó las ramitas y las hierbas encendidas. Intentó reunirlas
nuevamente, pero, por mucho cuidado que trató de poner en ello, sólo
consiguió dispersarlas más, debido a aquel temblor que iba en aumento.
De cada una de aquellas ramitas llameantes brotó una débil columnita de
humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de encender la
hoguera había fracasado.
Miró con gesto apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro.
El animal estaba al otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la
nieve, no cesaba de moverse, dando muestras de inquietud, agachándose y
levantándose, adelantando ahora una pata y luego otra, sobre las que
descargaba alternativamente todo el peso de su cuerpo, y lanzando
gemidos de ansiedad.
Al verle, brotó una siniestra idea en el cerebro del hombre. Recordó la
historia de un viajero que, sorprendido por una tempestad de nieve,
mató a un buey para guarecerse en su cuerpo, cosa que hizo, logrando
salvarse. Se dijo que podía matar al perro para introducir sus manos en
el cuerpo cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría
encender otra hoguera.
Le llamó, pero en su voz había un matiz tan extraño, tan nuevo para el
perro, que el pobre animal se asustó. Allí había algo raro, un peligro
que la bestia, con su penetrante instinto, percibió. No sabía qué
peligro era, pero algo ocurrió en algún punto de su cerebro que despertó
en él una instintiva desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó
las orejas y sus gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía
levantando y bajando las patas delanteras.
Al ver que no acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él,
insólita postura que aumentó el recelo del animal y le impulsó a
retroceder paso a paso.
El hombre se sentó en la nieve y trató de dominarse. Se puso los guantes
con ayuda de los dientes y se levantó. Tuvo que mirarse los pies para
convencerse de que se sostenía sobre ellos, pues era tal la
insensibilidad de sus plantas, que no podía notar el contacto con la
tierra. Al verle de pie, las telarañas de la sospecha que se habían
tejido en el cerebro del can empezaron a disiparse; y cuando el hombre
le llamó enérgicamente, con voz que restalló como un látigo, él obedeció
como de costumbre y se acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el
hombre perdió la cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y
experimentó una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo
con las manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había
olvidado de que tenía las manos congeladas y se le iban helando cada vez
más. Con rápido movimiento, y antes de que el animal pudiese huir, le
rodeó el cuerpo con los brazos. Entonces se sentó en la nieve, sin
soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba por zafarse.
Pero esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los brazos
alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía
matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y
desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular al
animal. Lo soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo entre
piernas y sin dejar de gruñir. Cuando se hubo alejado unos doce metros,
se detuvo, se volvió y miró a su amo con curiosidad, tendiendo hacia él
las orejas.
El hombre buscó con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes en
los extremos de sus brazos. Era curioso que tuviese que utilizar la
vista para saber dónde estaban sus manos. Empezó a mover los brazos de
nuevo, enérgicamente, y dándose golpes en los costados con las manos
enguantadas. Después de hacer esta violenta gimnasia durante cinco
minutos, su corazón envió a la superficie de su cuerpo sangre suficiente
para evitar por el momento los escalofríos. Pero sus manos seguían
insensibles. Le producían el efecto de dos pesos inertes que pendían de
los extremos de sus brazos. Sin embargo, no logró determinar de qué
punto de su cuerpo procedía esta sensación.
Un principio de temor a la muerte, deprimente y sordo, empezó a
invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el hombre fue
percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen los pies o las
manos, ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o morir, con todas
las probabilidades a favor de la muerte.
Tal pánico se apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por el
antiguo y casi invisible camino que se deslizaba sobre el lecho helado
del arroyo. El perro se lanzó en pos de él, manteniéndose a una prudente
distancia. El hombre corría sin rumbo, ciego de espanto, presa de un
terror que no había experimentado en su vida. Poco a poco, mientras
corría dando tropezones aquí y allá, fue recobrando la visión de las
cosas: de las riberas del arroyo, de los montones de leña seca, de los
chopos desnudos, del cielo…
Aquella carrera le hizo bien. Su temblor había desaparecido. Se dijo que
si seguía corriendo, tal vez se deshelaran sus pies. Por otra parte,
aquella carrera le podía llevar hasta el campamento donde sus
compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de las manos y
de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y
salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se
oponía otro que iba esbozándose en su mente: el de que el campamento
estaba demasiado lejos para que él pudiera llegar, pues la congelación
de su cuerpo había llegado a un punto tan avanzado, que pronto se
adueñaría de él la rigidez de la muerte. Arrinconó este pensamiento en
el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y aunque a veces la idea se
desmandaba y salía de su escondite, exigiendo se le prestara atención,
él la rechazaba, esforzándose en pensar en otras cosas.
Se asombró al advertir que podía correr con los pies tan helados que no
los sentía cuando los depositaba en el suelo descargando sobre ellos
todo el peso de su persona. Le parecía que se deslizaba sin establecer
el menor contacto con la tierra. Recordaba haber visto una vez un alado
Mercurio y se preguntó si este dios mitológico experimentaría la misma
sensación cuando volaba a ras de la tierra.
Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de
seguir corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le
esperaban, y era que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios
traspiés y, al fin, después de tambalearse, cayó. Intentó levantarse,
pero no pudo. En vista de ello, decidió permanecer sentado y descansar.
Luego continuaría la marcha, pero no ya corriendo, sino andando. Cuando
estuvo sentado, notó que no sentía frío ni malestar. Ya no temblaba, e
incluso le pareció que un agradable calorcillo se expandía por todo su
cuerpo. Sin embargo, al tocarse las mejillas y la nariz, no sintió
absolutamente nada. Se le habían helado y, por mucho que corriese, no
las volvería a la vida. Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies.
Y entonces le asaltó el pensamiento de que la congelación se iba
extendiendo paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de
imponerse a esta idea, de rechazarla, pensando en otras cosas, pues se
daba cuenta de que tal pensamiento le producía verdadero pánico, y el
mismo pánico le daba miedo. Pero la aterradora idea triunfó y
permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su cuerpo enteramente
helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se levantó, no sin
grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino. Poco a poco, fue
reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta marchar al paso,
pero como volviera a pensar que la congelación iba extendiéndose,
emprendió de nuevo una loca carrera.
El perro no lo dejaba, le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que
el hombre caía por segunda vez, se sentó frente a él, se envolvió las
patas delanteras con la cola, y se quedó mirándole atentamente, con
ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido por el abrigo que le
proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y empezó a
maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto humilde y
conciliador.
Inmediatamente el viajero empezó a sentir escalofríos. Perdía la batalla
contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes,
insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para
levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta
metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su
último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí
mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de
recibir la muerte con dignidad. Pero él no se planteó la cuestión en
estos términos, sino que se limitó a pensar que había hecho el ridículo
al correr de un lado a otro alocadamente como – éste fue el símil que se
le ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que
muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al sentir esta nueva serenidad, experimentó también la primera sensación de somnolencia.
«Lo mejor que puedo hacer – se dijo – es echarme a dormir y esperar así la llegada de la muerte.»
Le parecía que había tomado un anestésico. Morir helado no era, al fin y
al cabo, tan malo como algunos creían. Había otras muertes mucho
peores.
Se imaginó a sus compañeros en el momento de encontrar su cadáver al día
siguiente. De súbito, le pareció que estaba con ellos, que iba con
ellos por el camino, buscándole. El grupo dobló un recodo y entonces el
hombre se vio a sí mismo tendido en la nieve con la rigidez de la
muerte. Estaba con sus compañeros, contemplando su propio cadáver; por
lo tanto, su cuerpo ya no le pertenecía.
Aún pasó por su pensamiento la idea del tremendo frío que hacía. Cuando
volviese a los Estados Unidos podría decir lo que era frío… Después se
acordó del veterano de Sulphur Creek y lo vio con toda claridad, bien
abrigado y con su pipa entre los dientes.
-Tenías razón, amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese delante.
Seguidamente se sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El perro se sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su
ocaso en un lento y largo crepúsculo. El animal observaba que no había
indicios de que el hombre fuera a encender una hoguera, y le extrañaba,
porque era la primera vez que veía a un hombre sentado en la nieve de
aquel modo sin preparar un buen fuego.
A medida que el crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba
sintiendo más ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una
hoguera. Impaciente, levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego
lanzó un suave gemido y bajó las orejas, en espera de que el hombre le
riñese. Pero el hombre guardó silencio. Entonces, el perro gimió con
más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño. Retrocedió con los
pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún estuvo allí unos
momentos, aullando bajo las estrellas que parpadeaban y danzaban en el
helado firmamento. Luego dio media vuelta y se alejó al trote por la
pista, camino del campamento, que ya conocía y donde estaba seguro de
encontrar otros hombres que tendrían un buen fuego y le darían de comer.
A los dragones les gusta soñar (...) Si un dragón sueña con un árbol enorme, lleno de flores, cuando se despierta encuentra a su lado un lapacho un ceibo o un jacarandá. Si sueña con mariposas, apenas abre los ojos ve un mundo de mariposas con alas doradas, con alas azules, con alas de todos los colores revoloteando por el monte.
sábado, 29 de junio de 2013
EL VIAJE DE JACK LONDON
Impresionante video que describe con textos e imágenes el viaje de Jack London por Alaska buscando oro, a fines del siglo XIX, experiencia dio letra a varios de sus textos (clic en el enlace):
http://www.youtube.com/watch?v=7kPebeS6LKA
http://www.youtube.com/watch?v=7kPebeS6LKA
lunes, 24 de junio de 2013
"Viejo con árbol", del querido Negro Fontanarrosa.
terminó el torneo de 1a. división del fútbol argentino y hacemos presente al querido "Negro" Fontanarrosa con uno de sus clásicos cuentos, "Viejo con árbol" protagonizado por Brandoni: http://www.youtube.com/watch?v=byYcC8vfK2A
viernes, 14 de junio de 2013
SIMPLEMENTE JUAN GELMAN
http://www.youtube.com/watch?v=8GjSZBlnqAs
"... porque el amor es una cosa
y la palabra amor es otra cosa..."
"... porque el amor es una cosa
y la palabra amor es otra cosa..."
viernes, 7 de junio de 2013
UN CUENTO DE ABELARDO CASTILLO: "EL MARICA"
Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas,
palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas,
decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces
yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te
desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada
uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de
parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni
correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico,
encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre
andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de
flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan
tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé.
Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo
ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son
cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba
riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como
quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba
las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A
veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me
atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo
que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba
por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un
dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón,
al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al
rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo. 2
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos
por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico,
tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel
gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes
brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A
Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la
impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser
idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de
pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa
ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu
cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había
que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza
toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas,
decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces
yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te
desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada
uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de
parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni
correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico,
encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre
andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de
flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan
tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé.
Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo
ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son
cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba
riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como
quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba
las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A
veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me
atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo
que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba
por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un
dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón,
al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al
rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo. 2
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos
por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico,
tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel
gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes
brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A
Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la
impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser
idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de
pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa
ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu
cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había
que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza
toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
ABELARDO CASTILLO
En Cosas de Dragones hacemos presente al genial Abelardo Castillo, con este buen video de Canal Encuentro:http://www.youtube.com/watch?v=2tgyZAK1DbA
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