viernes, 28 de febrero de 2014

JUAN MANUEL AGUIRRE: CRÓNICA DE UN VIAJE A CUBA (III)

Capítulo 5: CIENFUEGOS Y RANCHO LUNA.

Cienfuegos es un pueblo tranquilo, con su plaza central rodeada de edificios bajos en proceso de restauración y que muestran la influencia de inmigrantes franceses llegados en otros tiempos. Como La Habana, también está sobre una bahía y tiene un malecón frente al cual nos hospedamos, en la casa de una familia muy reservada. Este malecón, especie de costanera, se aleja del centro y termina en una península a la que llaman “La Punta”, lugar donde una tarde, tomando mate, nos sorprendió una bellísima puesta de sol.
Al otro día fuimos en ómnibus local hasta una playa llamada Rancho Luna. Como en enero el clima es frío para los cubanos y no es mes de vacaciones, prácticamente no van a la playa, por lo que en muchas de ellas uno puede encontrarse sólo con algunos extranjeros e incluso con nadie. Esto nos pasó en Rancho Luna. A lo largo de kilómetros de playa, durante todo el día, sólo nos cruzamos ocasionalmente con unas pocas personas. Si bien llegamos en un ómnibus cargado y bullicioso, apenas bajamos la gente y el bullicio se desvanecieron, se escurrieron en un instante como arena entre los dedos dejando únicamente la presencia de una brisa en el aire que invitaba a la contemplación, a la introspección, al relax.
Se trataba de un caserío silencioso, como dormido, más un hotel y un par de puestos de comida cerrados, en una zona de médanos que se extendían sin poder precisarse hasta donde. Todo parecía bien cuidado pero absolutamente fuera de temporada, sin un alma bajo un sol que hacía el efecto de borronear un poco las cosas.
Con tanta playa y silencio disponibles nos sentíamos en el paraíso; en el mar calmo uno podía adentrarse unos cien metros y el agua no subía de la cintura. Cangrejos, estrellas de mar y aves buscaban ser discretos. Fue una jornada maravillosa, de reposo, un regalo de la vida. Avanzado el día, el mismo sol de la tarde anterior rodó un poco por el agua antes de zambullirse lentamente en el horizonte.
Un rato después, todavía encantados, con el día despidiéndose caímos en la cuenta de que era hora de emprender el regreso a Cienfuegos. Con las almas renovadas caminamos hasta una esquina sobre la calle principal para esperar el ómnibus. Pasaron unos cuantos minutos hasta que llegamos a la conclusión de que, literalmente, no había un alma en ese lugar. Cierta preocupación nos empezó a invadir, no parecía haber ni a quién hacerle una pregunta.
Para ponerle movimiento a la situación decidimos caminar un poco en dirección hacia donde debía venir el ómnibus, así fue como a unos doscientos metros descubrimos un puñadito de personas que parecían esperar lo mismo que nosotros bajo unos árboles. Fuimos hasta ahí. Al llegar nos encontramos con cuatro o cinco turistas, argentinos, que estaban en la misma situación y con la misma incertidumbre. Al menos teníamos de qué hablar. A uno, alguien le había comentado que el último ómnibus ya había vuelto a Cienfuegos hacía unas horas y que la única alternativa posible era un camión que, “en una de esas”, salía para allá.
La noche se imponía inevitable, con aire de sentencia; aunque nada se moviera en Rancho Luna el tiempo seguía pasando, ya no teníamos nada para comer ni aparentemente donde conseguir aunque sea agua para mates; cierta sensación de angustia empezaba a amargar lo que hasta la caída del sol había sido un día mágico. ¿Qué hacer? ¿A quién buscar? ¿Y si alguno se alejaba y aparecía el vehículo? ¿Cómo alcanzar la tranquilidad de estar en nuestros hospedajes? ¿Éramos los únicos responsables de esa situación por no volver en ómnibus a las cuatro de la tarde?
Las primeras estrellas miraban con curiosidad si resolvíamos el asunto o nos dejábamos ganar por la circunstancia, abandonados a la intemperie. Recriminarse por lo vivido no tenía sentido, estábamos ahí, había que mirar para adelante. Calculamos que volver caminando podía llevarnos unas cinco horas pero nos fuimos convenciendo de que era la mejor alternativa. Al menos éramos un grupo de compatriotas con muchas cosas en común y, por delante, la anécdota de una peregrinación nocturna en tierras cubanas.
Parados en el medio de la ruta, con un pueblo fantasma más quieto y silencioso que nunca a nuestro alrededor y un horizonte de médanos cada vez más oscuros al frente, cargamos nuestras mochilas como si se tratara de nuestros propios destinos y nos dispusimos a buscar el resplandor de Cienfuegos en el vientre de la noche, como viajeros de otro tiempo, como dignos luchadores de la vida, como buscadores de sueños.
A los cinco minutos de haber dejado atrás el caserío oímos un motor tosiendo a nuestras espaldas. Y cinco minutos más tarde cantábamos sonrientes en la caja del camión que nos dejaría en la puerta del hospedaje media hora más tarde.

Capítulo 6: TRINIDAD.

Ese enero parecía que la ciudad de moda para el turismo era Trinidad. Había razones: un centro colonial con edificios restaurados y coloridos y algunas calles empedradas la hacían atractiva, con encanto. Distintos detalles de Trinidad me hicieron acordar, por distintas razones y en distintos momentos, a otros lugares: Colonia del Sacramento, San Telmo y La Boca, Tilcara, incluso alguna postal de Antigua-Guatemala… todo eso junto. Pero también, al ser muy concurrida, estar ahí era complejo en algunos aspectos: costaba encontrar hospedaje o dónde comer a un precio accesible y todo el tiempo era posible cruzarse con alguien tratando de vender algo o simplemente pidiendo dinero.
Al llegar, salir de la terminal de ómnibus fue caótico, porque eran muchos los que ofrecían a la vez “el mejor hospedaje al mejor precio posible”. Mi compañera y yo no sabíamos a quién seguir y tampoco queríamos desilusionar a nadie. Sin embargo, los lugares que llegamos a ver no nos convencieron por los montos exigidos. En este punto es importante aclarar que si bien éramos turistas, no éramos el tipo de turista que más le conviene al cubano, ya que nuestras posibilidades económicas eran limitadas y teníamos más o menos claro qué podíamos pretender. Por esto, y porque la oleada de ofertantes siguió buscando gringos con más dinero y menos pretensiones, después de un rato nos quedamos solos.
Con un poco de preocupación por las predicciones del estilo “si no se quedan acá no van a encontrar nada, no hay hospedajes disponibles en Trinidad”, enfilamos por una calle tratando de alejarnos un poco del gentío. Enseguida encontramos la tranquilidad típica de un pueblo, la calma de la siesta, un gato y unos perros fiaquentos compartiendo la sombra en la vereda. Algunas miradas curiosas detrás de unas ventanas y el audio de la telenovela de la tarde brotando de las casas.
Después de varias cuadras paramos en una esquina a tomar agua. Creo que no queríamos mirarnos a los ojos para no tener que decir “nos quedamos sin hospedaje” o “vamos a tener que pagar lo que sea” cuando una señora con cara de abuela buena y una bolsa con verduras se acercó y nos preguntó si buscábamos dónde dormir. Le dijimos que sí y nos comentó que en la casa de su hijo había lugar disponible, “¿por cuánto?” fue nuestra pregunta, “eso lo arreglan con él” y aseguró “pero no va a haber problema”.
La casa era linda y estaba bien ubicada. El dueño, Raúl, nos dijo que al precio lo pusiéramos nosotros (el mismo de Cienfuegos nos pareció bien) y la única condición que puso fue que en algún momento nos sentáramos a conversar con él, sobre Argentina, sobre el mundo, sobre otras cosas que lo sacaran un poco de su vida cotidiana, de su rutina.
En esos días conocimos Trinidad a pie, su casco histórico, sus suburbios y sus afueras, su música y sus silencios; también visitamos y disfrutamos Ancón, la playa cercana a la ciudad; todo con vistas panorámicas y atención en los detalles. Un entrevero de imágenes y sensaciones bellas y dolorosas, lo mágico y lo real, las fachadas coloridas y el marrón de la miseria, el encanto y el desencanto. Así como es la vida, así es Cuba.
Y en varias de esas tardes, después de andar el día entero, me senté a conversar con Raúl, como un reflejo más de su tierra. Un tipo joven, de unos cuarenta y pico, en pareja con Bárbara desde hacía unos años, dos hijos, una casa linda y habilitada para el turismo (pero como él tenía un buen empleo en un Ministerio no se preocupaba por buscar huéspedes), todos con buena salud y acceso a actividades y eventos culturales; aparentemente sin grandes necesidades ni problemas, algunos podrían pensar que “además viviendo en la isla”, con playas de aguas cálidas y transparentes a minutos de su hogar. Varias razones por las que muchos serían felices.
Sin embargo, en la medida en que Raúl se iba dando a conocer, iba descubriendo a un tipo desencantado, con una felicidad agónica, encerrado en los límites de su isla. Se maravillaba escuchando anécdotas y relatos de afuera, preguntando, indagando en claroscuros de otros rincones del planeta; se quejaba de unos límites a sus sueños de progreso, a sus ganas de andar por ahí, de vivir otra vida, de no poder variar o intentar otros proyectos. Ambos compartimos en esas tardes nuestros gustos y valores, anhelos y contradicciones, virtudes y limitaciones, como hermanos que se reencuentran después de treinta años y le ponen sabor a lo vivido con unos vasos de ron… dejándome en el alma, Raúl y Trinidad, un tono agridulce como de azúcar y limón.
La última noche, mi compañera y yo caminábamos por Trinidad buscando una buena cena de despedida. Los restoranes abiertos solo tenían precios para gringos con más dinero y menos pretensiones que nosotros. En una de esas, cuando empezábamos a aceptar que no teníamos chances, una chica nos chistó desde un rincón oscuro: “yo tengo lo que buscan, vengan conmigo”, dijo con segura calidez. La seguimos un par de cuadras como quien comparte la vereda de casualidad hasta que nos invitó a pasar a una casa común y corriente, sin carteles ni luces en la entrada. Atravesamos una sala donde un nene miraba televisión, luego un pasillo que daba a una cocina donde una mujer fabricaba aromas increíbles y de ahí a un patio. Dos mesitas bajo una glorieta con una guirnalda de tres o cuatro lucecitas de colores muy tenues le daban forma y calidez a una estrategia de sobrevivencia familiar. En la otra mesa, un gringo cincuentón compartía sus platos con una negra veinteañera. De fondo cantaban los grillos.

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