viernes, 27 de noviembre de 2015

ALVARO MUTIS: CADA POEMA

Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madre en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.

Alvaro Mutis. Los trabajos perdidos (1964). Cada poema (fragmento).

lunes, 16 de noviembre de 2015

LUIS ROGELIO NOGUERAS: HALT

Recorro el camino que recorrieron cuatro millones de espectros.
Bajo mis botas, en la mustia, helada tarde de otoño
cruje dolorosamente la grava.
 
Es Auschwitz, la fábrica de horror
que la locura humana erigió
a la gloria de la muerte.

Es Auschwitz, estigma en el rostro sufrido
de nuestra época.
Y ante los edificios desiertos,
ante las cercas electrificadas,
ante los galpones que guardan toneladas de
cabellera humana
ante la herrumbrosa puerta del horno donde
fueron incinerados
padres de otros hijos,
amigos de amigos desconocidos,
esposas, hermanos,
niños que, en el último instante,
envejecieron millones de años,
pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó,
pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión,
que estupefactos, desnudos, ateridos
cantaron la hatikvah en las cámaras de gas;
pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso
camino desde las colinas de Judea
hasta los campos de concentración del III Reich.
Pienso en ustedes
y no acierto a comprender
cómo olvidaron tan pronto
el vaho del infierno.
  
Auschwitz-Cracovia, 21-10-79

viernes, 23 de octubre de 2015

R. GONZÁLEZ TUÑÓN: LA LUNA CON GATILLO

Es preciso que nos entendamos.
Yo hablo de algo seguro y de algo posible.
Seguro es que todos coman
y vivan dignamente
y es posible saber algún día
muchas cosas que hoy ignoramos.
Entonces, es necesario que esto cambie.
El carpintero ha hecho esta mesa
verdaderamente perfecta
donde se inclina la niña dorada
y el celeste padre rezonga.
Un ebanista, un albañil,
un herrero, un zapatero,
también saben lo suyo.
El minero baja a la mina,
al fondo de la estrella muerta.
El campesino siembra y siega
la estrella ya resucitada.
Todo sería maravilloso
si cada cual viviera dignamente.
Un poema no es una mesa,
ni un pan,
ni un muro,
ni una silla,
ni una bota.
Con una mesa,
con un pan,
con un muro,
con una silla,
con una bota,
no se puede cambiar el mundo.
Con una carabina,
con un libro,
eso es posible.
¿Comprendéis por qué
el poeta y el soldado
pueden ser una misma cosa?
He marchado detrás de los obreros lúcidos
y no me arrepiento.
Ellos saben lo que quieren
y yo quiero lo que ellos quieren:
la libertad, bien entendida.
El poeta es siempre poeta
pero es bueno que al fin comprenda
de una manera alegre y terrible
cuánto mejor sería para todos
que esto cambiara.
Yo los seguí
y ellos me siguieron.
¡Ahí está la cosa!
Cuando haya que lanzar la pólvora
el hombre lanzará la pólvora.
Cuando haya que lanzar el libro
el hombre lanzará el libro.
De la unión de la pólvora y el libro
puede brotar la rosa más pura.
Digo al pequeño cura
y al ateo de rebotica
y al ensayista,
al neutral,
al solemne
y al frívolo,
al notario y a la corista,
al buen enterrador,
al silencioso vecino del tercero,
a mi amiga que toca el acordeón:
-Mirad la mosca aplastada
bajo la campana de vidrio.
No quiero ser la mosca aplastada.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
No quiero ser abeja.
No quiero ser únicamente cigarra.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre
y no quiero ser, jamás,
una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.
Ni colmena, ni hormiguero,
no comparéis a los hombres
nada más que con los hombres.
Dadle al hombre todo lo que necesite.
Las pesas para pesar,
las medidas para medir,
el pan ganado altivamente,
la flor del aire,
el dolor auténtico,
la alegría sin una mancha.
Tengo derecho al vino,
al aceite, al Museo,
a la Enciclopedia Británica,
a un lugar en el ómnibus,
a un parque abandonado,
a un muelle,
a una azucena,
a salir,
a quedarme,
a bailar sobre la piel
del Último Hombre Antiguo,
con mi esqueleto nuevo,
cubierto con piel nueva
de hombre flamante.
No puedo cruzarme de brazos
e interrogar ahora al vacío.
Me rodean la indignidad
y el desprecio;
me amenazan la cárcel y el hambre.
¡No me dejaré sobornar!
No. No se puede ser libre enteramente
ni estrictamente digno ahora
cuando el chacal está a la puerta
esperando
que nuestra carne caiga, podrida.
Subiré al cielo,
le pondré gatillo a la luna
y desde arriba fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto cambie de una vez.

jueves, 15 de octubre de 2015

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN: LLUVIA

 Entonces comprendimos que la lluvia también era hermosa.
     Unas veces cae mansamente y uno piensa en los cementerios abandonados. Otras veces cae con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres.
     De cualquier manera la lluvia es saludable y triste.
     De cualquier manera sus tambores acunan nuestras noches y la lectura tranquila corre a su lado por los canales del sueño.
     Tú venías hacia mí y los otros seres pasaban:
      No habían despertado todavía al amor.
      No sabían nada de nosotros.
      De nuestro secreto.
      Ignoraban la intimidad de nuestros abrazos voluptuosos, la ternura de nuestra fatiga.
       Acaso los rostros amigos, las fotografías, los paisajes que hemos visto juntos, tantos gestos que hemos entrevisto o sospechado, los ademanes y las palabras de ellos, todo, todo ha desaparecido y estamos solos bajo la lluvia, solos en nuestro compartido, en nuestro apretado destino, en nuestra posible muerte única, en nuestra posible resurrección.
        Te quiero con toda la ternura de la lluvia.
        Te quiero con toda la furia de la lluvia.
        Te quiero con todos los violines de la lluvia.
        Aún tenemos fuerzas para subir la callejuela empinada. Recién estamos descubriendo los puentes y las casas, las ventanas y las luces, los barcos y los horizontes.
        Tú estás arriba, suntuosa y bíblica, pero tan humana, increíble, pero, tan real, numerosa, pero tan mía.
         Yo te veo hasta en la sombra imprecisa del sueño.
         Oh, visitante.
          Ya es seguro que ningún desvío nos separará.
          Iguales luces señaleras nos atraen hacia la compartida vida, hacia el destino único.
          Ambos nos ayudaremos para subir la callejuela empinada.
          Ni en nuestra carne ni en nuestro espíritu nunca pasaremos la línea del otoño.
          Porque la intensidad de nuestro amor es tan grande, tan poderosa, que no nos daremos cuenta cuando todo haya muerto, cuando tú y yo seamos sombras, y todavía estemos pegados, juntos, subiendo siempre la callejuela sin fin de una pasión irremediable.
          Oh, visitante.
          Estoy lleno de tu vida y de tu muerte.
          Estoy tocado de tu destino.
          Al extremo de que nada te pertenece sino yo.
          Al extremo de que nada me pertenece sino tú.
          Sin embargo yo quería hablar de la lluvia, igual, pero distinta, ya al caer sobre los jardines, ya al deslizarse por los muros, ya al reflejar sobre el asfalto las súbitas, las fugitivas luces rojas de los automóviles, ya al inundar los barrios de nuestra solidaridad y de nuestra esperanza, los humildes barrios de los trabajadores.
            La lluvia es bella y triste y acaso nuestro amor sea bello y triste y acaso esa tristeza sea una manera sutil de la alegría. Oh, íntima, recóndita alegría.
            Estoy tocado de tu destino.
            Oh, lluvia. Oh, generosa.

viernes, 9 de octubre de 2015

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN: LA CALLE DEL AGUJERO EN LA MEDIA


Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad 
y la mujer que amo con una boina azul. 
Yo conozco la música de un barracón de feria 
barquitos en botellas y humo en el horizonte. 
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad. 
Ni la noche tumbada sobre el ruido del bar 
ni los labios sesgados sobre un viejo cantar 
ni el afiche apagado del grotesco armazón 
telaraña del mundo para mi corazón. 
¡Ni las luces que siempre se van con otros hombres 
de rodillas desnudas y de brazos tendidos! 
-Tenía unos pocos sueños iguales a los sueños 
que acarician de noche a los niños dormidos-. 
Tenía el resplandor de una felicidad 
y veía mi rostro fijado en las vidrieras 
y en un lugar del mundo era un hombre feliz. 
¿Conoce usted paisajes pintados en los vidrios? 
¿Y muñecos de trapo con alegres bonetes? 
¿Y soldaditos juntos marchando en la mañana 
y carros de verduras con colores alegres? 
Yo conozco una calle de una ciudad cualquiera 
y mi alma tan lejana y tan cerca de mí 
y riendo de la muerte y de la suerte y 
feliz como una rama de viento en primavera. 
El ciego está cantando. Te digo: ¡Amo la guerra! 
Esto es simple querida, como el globo de luz 
del hotel en que vives. Yo subo la escalera 
y la música viene a mi lado, la música. 
Los dos somos gitanos de una troupe vagabunda 
alegres en lo alto de una calle cualquiera. 
Alegres las campanas como una nueva voz. 
Tú crees todavía en la revolución 
y por el agujero que coses en tu media 
sale el sol y se llena todo el cuarto de luz. 
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad, 
una calle que nadie conoce ni transita. 
Solo yo voy por ella con mi dolor desnudo 
solo con el recuerdo de una mujer querida. 
Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto. 
Decir, yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.

RAÚL GONZLEZ TUÑÓN: EL VIOLÍN DEL DIABLO


Raúl González Tuñón nació en Buenos Aires el 29 de marzo de 1905, y murió en la misma ciudad en 1974.
Fue uno de los más importantes poetas argentinos del siglo XX. “Amigo de las gentes, de las mujeres amantes y del vino, una suerte de François Villon criollo, cantor de las tabernas, las grandes fiestas y duelos e insurrecciones populares”, según lo definió Pedro Orgambide.
En 1922 publica sus primeros poemas en las revistas Caras y Caretas e Inicial. En 1923 participa en la redacción de Proa, la revista que dirige Ricardo Güiraldes, y colabora en el periódico Martín Fierro. Viaja por el interior del país y en 1929 por primera vez a Europa. Dos años después a Brasil, y en 1932 al Chaco paraguayo, en el avión del diario Crítica, como corresponsal de guerra. Vuela a la Patagonia y se instala en Río Gallegos. En 1933 funda la revista Contra. Lo detienen y procesan por ¨incitación a la rebelión¨. En 1934 viaja a España y se radica en Madrid, donde traba amistad con García Lorca, Neruda y Miguel Hernández. En 1935 vuela a Buenos Aires y dos años más tarde está otra vez en España, durante la defensa de Madrid. Vive en Chile. Viaja por Europa, va a la Unión Soviética y a China.
Con El violín del diablo (1926) y Miércoles de ceniza (1928) trae Tuñón a la poesía argentina el desenfado y la picardía de los muchachos de los puertos, de los vagos y mal entretenidos que deambulaban por el viejo Paseo de Julio. Es un reconocimiento apasionado no sólo de la gente sino de los escenarios poco prestigiosos de la ciudad durante los años '20. Es en el puerto, en los suburbios, en el conventillo que encuentra los motivos de sus poemas. Todo es motivo de canto para el poeta que, por encargo de su novia, escribe Poema para la Virgencita del Teatro Cervantes. En este primer período, la poesía de Tuñón une a lo descriptivo la imagen insólita, la pirueta, un pase de prestidigitador. En otros poemas, El séptimo cielo, por ejemplo, utiliza la palabra en función de onomatopeya, de dibujo verbal. Es lo que se advierte también en Poema de la Cenicienta Ciudadana, donde los nombres ingleses de los artistas de cine o de su máquina de escribir, sirven de rima y música interna al poema.
En La Calle del Agujero en la Media (1930) el verso libre, de amplio período, suplanta la cadenciosa, rítmica primera manera del poeta. Ahora, el discurso poético se distiende, se abre para incorporar lo sensorial en infinitos detalles, para registrar pequeñas anécdotas que tienen la brevedad de una instantánea. Este cambio de lenguaje corresponde al cambio de escenario: ya no es Buenos Aires sino París. Como constante, queda su observación de lo cotidiano, su mirar en las vidrieras y en los ojos fraternales: los de un saxofonista, los de un vendedor de globos, los de las chicas del music-hall, los de Blanca Luz que está lejos, los del organista de la iglesia de San Suplicio.
En El otro lado de la Estrella y Todos bailan, poemas de Juancito Caminador, ambos publicados en 1934, Raúl González Tuñón continúa esta segunda manera de su poesía: el verso amplio que llega fundirse con la prosa. De ese tiempo es la serie de Blues y su memorable poema "Lluvia", dedicado a Amparo Mom. Seguro de su oficio, canta ahora no sólo al amor y la vida vagabunda, sino a los hombres dispuestos a una actitud de solidaridad y al combate. Su registro de los años '30: el clima de preguerra europeo, el apogeo del jazz, los gangsters de EE.UU. ("Los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo") preparan ya el advenimiento de la poesía política de González Tuñón.
"Fue el primero que blindó la rosa", dijo Pablo Neruda. En 1936 aparece La rosa blindada. Puede señalarse este momento como el del tercer período poético de González Tuñón. En él se integran y se complementan sus dos maneras anteriores. Fiel al recuerdo de su abuelo Manuel Tuñón (obrero nacido en Mieres que lleva a su nieto a una manifestación socialista), fiel también a la poesía española, a los romances y coplas populares, González Tuñón enriquece la suya tanto en su tema como en su lenguaje. "La Libertaria", "El Tren Blindado de Mieres", "La Copla al Servicio de la Revolución", "Cuidado, que viene el Tercio", "La muerte Derramada", "El Pequeño Cementerio Fusilado" son algunos poemas de aquel tiempo, en los que, a partir de un tema heroico, la poesía se expresa tanto en verso rimado como en largos períodos de verso libre y prosa. En Las puertas de fuego (1923) y La Muerte en Madrid (1939) el mismo tema y procedimiento se reiteran con acierto.
No ocurrió lo mismo en parte de su producción posterior, donde a veces lo contingente, lo aleatorio, el compromiso de circunstancia, restó fuerza a su poesía. No obstante, se advierte en sus últimos poemas un feliz regreso a sus orígenes, al poeta vagabundo, a su admirable Juancito Caminador, aquel que dijo: "Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego de lo inconsciente, lo cual quiere decir que yo trabajo con toda la realidad."
Además de su labor poética, Raúl González Tuñón escribió varias obras de teatro: El descosido, La cueva caliente y, en colaboración con el poeta Nicolás Olivari, Dan tres vueltas y se van.

martes, 15 de septiembre de 2015

RAY BRADBURY: ENCENDER LA NOCHE (o LA NIÑA QUE ILUMINÓ LA NOCHE)

Había una vez un muchachito a quien no le gustaba la Noche.

Le gustaban
linternas y lámparas
y antorchas y alumbrados
y faros y faroles
y velas y velones
y relumbrones y relámpagos.
Pero no le gustaba la noche.



Se lo veía en
salones y sótanos
y despensas y desvanes
y alcobas y alacenas
y escurriéndose por los corredores.
Pero nunca se lo veía afuera…
en la Noche.

No le gustaban para nada las llaves de luz.
Porque las llaves de luz apagaban
las lámparas amarillas
las lámparas verdes
las lámparas blancas
las lámparas del vestíbulo
las luces de la casa
las luces de todas las habitaciones.
Él nunca tocaba las llaves de luz.
Y jamás salía a jugar
en la oscuridad.

Siempre estaba muy solo.
Y muy triste.
Pues veía, desde su ventana,
a los otros chicos jugando sobre el césped
en las noches de verano.
Los veía corriendo felices allá afuera
de la oscuridad a la luz.

Pero nuestro muchachito ¿dónde estaba?
Arriba en su cuarto.
Con sus linternas y lámparas
y faroles
y candeleros y candelas.
Completamente solo.

A él únicamente le gustaba el sol.
El amarillo sol.
A él no le gustaba la Noche.

Cuando llegaba el momento
en que papá y mamá recorrían la casa
apagando todas las luces…
Una a una.
Una a una.
Las luces de la entrada
las luces del salón
las pálidas luces
las rosadas luces
las luces del a despensa
las luces de la escalera…
Entonces el muchachito se metía en su cama.

Tarde en la noche
el niño desdichado
tenía en el pueblo
el único cuarto iluminado.

Y una noche,
mientras papá estaba de viaje
y mamá se acostó temprano,
el muchachito empezó a vagar solo,
completamente solo por la casa.

¡Ah, cómo ardían las luces!
¡Las luces de la entrada
las luces del vestíbulo
las luces de la despensa
las pálidas luces
las rosadas luces
las luces del salón
las luces de la cocina!
¡Hasta las luces del desván!

¡Toda la casa parecía haberse incendiado!
Pero el muchachito todavía estaba solo.
Entretanto los otros chicos,
allá lejos
jugaban sobre los prados en la noche de verano.
Riendo.
Muy lejos.

¡De repente escuchó
un golpe en la ventana!
Algo oscuro estaba ahí.
Un golpe en la puerta de entrada.
¡Algo oscuro estaba ahí!
Un golpe en la puerta trasera.
¡Algo oscuro estaba ahí!
De pronto alguien dijo: -¡Hola!
Una niña estaba ahí en medio de
las luces blancas, de las brillantes luces,
de las amarillas luces, de las luces de maravillas.

- Me llamo Negra –dijo.
Ella tenía el pelo negro
los ojos negros
y llevaba un vestido negro
y zapatos negros.
Pero su rostro era tan blanco como la luna.
Y sus ojos brillaban
como la luz de las blancas estrellas.

-Estás muy solo –dijo ella.

-Me gustaría correr con los chicos afuera –dijo el muchachito-. Pero no me gusta la Noche.

-Yo te presentaré a la Noche –dijo Negra-.
Y ustedes serán amigos.
Ella apagó la luz de la entrada.
-Ves –le dijo-. No estoy apagando la luz.
¡No, de ningún modo!
Simplemente estoy encendiendo la Noche.
Se la puede encender o apagar
igual que una lámpara
con la misma llave de luz.

-Nunca se me había ocurrido eso –dijo el muchachito.

-Y cuando se enciende la Noche –dijo Negra-,
por supuesto que también se encienden los grillos…

¡Y las ranas!
¡Y las estrellas!
¡Las luminosas estrellas
las estrellas titilantes
las verdaderas estrellas
las estrellas azules!
¡El cielo es una casa
con sus luces de entrada
y luces en el salón
luces rosadas y pálidas luces
luces rojas
verdes luces
luces azules
amarillas luces
resplandores
todas las luces!

¿Quién puede escuchar a los grillos con las luces encendidas?
Nadie.
¿Quién puede escuchar a las ranas con las luces encendidas?
Nadie.
¿Quién puede ver las estrellas con las luces encendidas?
Nadie.
¿Quién puede ver la luna con las luces encendidas?
Nadie.

¡Fijate cuánto has perdido!

¿Pensaste alguna vez
alumbrar los grillos,
alumbrar las ranas,
alumbrar las estrellas
y la gran luna blanca?

-No –dijo el muchachito.
-Entonces, trata de hacerlo –dijo Negra.
Y ellos lo hicieron.
Subieron y bajaron las escaleras,
encendiendo la Noche.
Encendiendo la oscuridad,
dejando que la Noche viviera en cada habitación.
Como una rana.
O un grillo.
O una estrella.
O una luna.

Y ellos encendieron los grillos.
Y ellos encendieron las ranas.
Y ellos encendieron la blanca luna semejante a un helado.
-¡Oh, cómo me gusta esto! –dijo el muchachito-.
¿Puedo encender siempre la Noche?
-¡Por supuesto! –dijo Negra, la niñita.
Y desapareció.

Ahora el muchachito es muy feliz.
Le gusta la Noche.
¡Tiene una Noche encendida en lugar de una luz encendida!
Le gusta encenderla.
Ha tirado sus linternas
sus lámparas
sus velas
sus velones.
En cualquier noche de verano que quieras,
podrás verlo.

Encendiendo la blanca luna,
encendiendo las rojas estrellas,
encendiendo las azules estrellas,
las verdes estrellas, las luminosas estrellas,
las blancas estrellas,
encendiendo las ranas, los grillos y la Noche.

Y corriendo en la oscuridad
sobre los prados
con los chicos felices…
Riendo.


Este libro fue escrito por Ray Bradbury en 1955. 
Fue traducido al castellano por Amelia Hannois e ilustrado por Juan Marchesi, en 1972 por Ediciones de la Flor, Argentina.

lunes, 7 de septiembre de 2015

J. L. BORGES: LUNA DE ENFRENTE

Seguro de mi vida y de mi muerte, miro los ambiciosos y quisiera entenderlos.
Su día es ávido como el lazo en el aire.
Su noche es tregua de la ira en el hierro, pronto en acometer.
Hablan de humanidad.
Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma penuria.
Hablan de patria.
Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada,
la oración evidente del sauzal en los atardeceres.
El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.



                                     Jorge Luis Borges. Jactancia de quietud (fragmentos). Luna de enfrente. 1925.

martes, 25 de agosto de 2015

SERGIO MARCHI: DE LOS ORÍGENES DE BS. AS. Y EL MALDONADO (II)

(CONTINUA DE PUBLICACIÓN ANTERIOR)


Las posibilidades se bifurcan de acuerdo a quien hubiese encontrado a la Maldonado cuando reanudó su viaje. Pero todo terminaba de igual manera: encarcelada por aquellos que salieron a buscarla, o bien por haberse encontrado con los indios quienes la habrían acogido en la tribu, o por haber desobedecido las órdenes de Pedro de Mendoza de no traspasar el perímetro. El castigo fue atarla a un árbol y abandonarla a su suerte. Fueron tres días interminables para la Maldonado, que padeció una suerte de crucifixión a la criolla. Pero las cosas empeoraron aun más cuando un puma se acercó a ella con ánimo alimenticio. Fue entonces que, de las sombras, la puma a la que ella había ayudado, seguida por sus cachorros, salió en su defensa y no permitió que el otro animal se le acercase. Hubo una feroz batalla entre ambos, y cuando surgió un vencedor, la Maldonado pensó que el final había llegado, porque la bestia se le acercó sigilosamente. Esperaba un salto y unas garras que la partieran en dos, pero sintió que el puma le lamía los pies.

El felino se quedó a su lado hasta que una patrulla de soldados fue a ver qué había sido de su suerte, pensando que en verdad podrían comer sus restos. Gran susto se pegaron cuando encontraron al puma custodiando a la cautiva. La Maldonado ya había muerto, pero tuvieron que matar al puma para poder comprobarlo. Otras narraciones dicen que la expedición disparó al aire para ahuyentar al animal y poner fin a la agonía de la mujer; cuando lo hicieron, un aullido desgarrador del puma hizo un tajo al aire. Y también se dice que, habiendo sobrevivido tan dura pena, y con un hecho sobrenatural como la presencia del puma, los soldados la desataron y la dejaron volver al perímetro, pensando que ya había purgado su falta.

Es curioso pero la Maldonado y Buenos Aires compartieron suerte: ambas fueron abandonadas. La primera atada a un árbol; la segunda, cuando Pedro de Mendoza murió de sífilis y la expedición decidió remontar el río Paraná hacia Asunción, donde la situación era mucho más benigna, con una indiada más sumisa y mayor cercanía a la ciudad de Lima, la verdadera "reina de la plata". Prendieron fuego a lo que había y se tomaron el buque, literalmente. La historia de la Maldonado aconteció cerca de un curso de agua al que ella seguía para no deshidratarse. Su leyenda fue contada generación tras generación. Cuando la ciudad de Buenos Aires comenzó a tomar forma real, varios siglos después, el arroyo recibió el nombre de Maldonado en su honor.

                                                                          fragmento de "Pappo. el hombre suburbano". planeta. bs. as. 2011

lunes, 17 de agosto de 2015

SERGIO MARCHI: DE LOS ORÍGENES DE BS. AS. Y EL MALDONADO (I)

Decir que en Buenos Aires se corría la coneja, sería algo inexacto, ya que en 1536 no había conejos en la pampa, que en verdad estaba repleta de indios y de tigres. También sería equívoco llamar tigres a los jaguares y, sobre todo, pumas, verdaderos señores de estas tierras. Ellos, y los indios que la historia bautizó como querandíes. Pedro de Mendoza, ilusionado con encontrar una nueva fuente de riquezas en los parajes del Mar Dulce –nuestro Río de la Plata-, se sintió estafado por su propia ilusión: la pampa era chata e inerte y los indios eran malos. No eran como las más amistosas tribus del Caribe, que se contentaban con espejitos y piedras relucientes, que tenían una buena predisposición para los que venían a “conquistarlos” y procuraban que no les faltase de comer.

Los historiadores no tienen la menor idea de qué fue lo que pudrió la relación entre los españoles al mando de Pedro de Mendoza y los querandíes, pero un buen día los indios dejaron de volver con pieles y comida. Las versiones más revisionistas, aseguran que los indios se cansaron del maltrato y la soberbia de los conquistadores; otras miradas, más mercantilistas, sostienen que los indios no se conformaban con los espejitos y en realidad se mostraban más interesados por las armas de fuego que les permitirían combatir a los “tigres”. Los españoles, que estaban cansados y hambrientos, pero que no compraban espejitos tampoco, supieron que esas armas que los indios querían, tarde o temprano, se usarían en su contra. No hubo trato.

El problema es que los “tigres” también tenían hambre y muy poca educación: se abalanzaban sobre el primer ser humano que divisaran y, en especial, sobre los caballos que montaban, los que no sabían muy bien qué hacer frente a esas bestias a las que no estaban habituados. De manera que se estableció un cerco perimetrando una parcela de lo que hoy es Buenos Aires, gracias al cual los españoles estarían a salvo de los “tigres” (hasta cierto punto, porque a veces las bestias saltaban el cerco) y de los indios, que ya habían dado indicio de su mal carácter despedazando a la expedición que fue a “preguntarles” el porqué de su súbita indiferencia. Esos malos modales indígenas causarían el enojo de Pedro de Mendoza que se decidió por hacer tronar el escarmiento.

El hambre se convirtió en un problema tal que hubo que tomar medidas drásticas, como castigar con la muerte a aquel que se comiese a los caballos. Agarraron a tres con la boca llena y los colgaron; al día siguiente, aparecieron sin piernas, las que sirvieron para alimentar a los más desesperados. La Maldonado, una de las pocas mujeres de la expedición, comprendió que se había llegado a un límite y desafió las órdenes, traspasando el cerco en búsqueda de comida. Los hechos son imprecisos y han sido deformados por el transcurso del tiempo y las múltiples narraciones.
Al límite de sus fuerzas, extenuada y hambrienta, la Maldonado se metió en una cueva a descansar. Aparentemente, se durmió y la despertó el ruido de un ejemplar de puma hembra, que le dejó al lado un pedazo de carne con el que la Maldonado recuperó fuerzas.

Estas le sirvieron para devolver el favor, ya que la puma emitió un sordo rugido y se dejó caer sobre un costado: estaba dando a luz. La Maldonado se quedó a su lado hablándole tiernamente, acariciándola y ayudándola con los dos cachorros, para que estos pudieran salir con rapidez de su vientre y encontraran sin demora el lugar en su teta… (CONTINUARÁ).

                                                                            fragmento de "Pappo. el hombre suburbano". planeta. bs. as. 2011

viernes, 31 de julio de 2015

JUAN MANUEL AGUIRRE: CON QUÉ PALABRA

Con qué palabra sobrevolar este desierto de vos
tu ausencia bajo mis manos ahora mustias
tus trazos de pájaro sagrado que se aleja
Mi cielo asume su herida de centella
y aun sin agua llueve tanto este por qué
si una vez que se enciende Venus alineada
resulta que con el amor no alcanza
Y no hay alfombra mágica que se alce en esta noche
por encima de estas ruinas a increpar la luna esquiva
y tu olvido de mi olor en los rincones.

jueves, 16 de julio de 2015

JULIO CORTÁZAR: CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. 
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

miércoles, 1 de julio de 2015

JUANA MANSO, POR EDUARDO GALEANO

JUNIO 30: NACIÓ UNA MOLESTOSA

Hoy fue bautizada, en 1819, en Buenos Aires, Juana Manso.
Las aguas sagradas la iniciaron en el camino de la mansedumbre, pero Juana Manso nunca fue mansa.
Contra viento y marea, ella fundó, en Argentina y en Uruguay, escuelas laicas y mixtas, donde se mezclaban niñas y niños, no era obligatoria la enseñanza de la religión y estaba prohibido el castigo físico.
Escribió el primer texto escolar de historia argentina y varias obras más. Entre ellas, una novela que le daba duro a la hipocresía conyugal.
Fundó la primera biblioteca popular en el interior del país.
Se divorció cuando el divorcio no existía.
Los diarios de Buenos Aires se deleitaban insultándola.
Cuando murió, la Iglesia le negó sepultura.

de: Galeano, E. "Los hijos de los días". siglo veintiuno editores. Arg., 2012.


domingo, 21 de junio de 2015

HAROLDO CONTI: TODOS LOS VERANOS

A veces pienso en mi viejo. 
O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o simplemente una luz en el río. Entonces me siento en la costa y pienso en mi viejo.
Para todos, para mí mismo, la historia comienza el día que hizo volar en pedazos al Raquelita, en el 28. Era una chata de once metros con un motor Regal. El viejo tenía la maldita costumbre de mojar un papel retorcido en el carburador, luego quitaba el cable de una de las bujías, lo arrimaba al block y con la chispa encendía el papel y con el papel uno de esos cigarros que llevaba desparramados por los bolsillos. Recuerdo aquel olor pestilente y las grandes manchas marrones con dos y hasta tres aureolas en tonos más débiles donde tenía un bolsillo que había sido alcanzado por el agua. Esto sucedía bastante a me-nudo, de manera que en los viajes largos era común ver algunos cigarros secándose sobre el block. Echaban un humo más parecido al de una estopa empapada en gasoil que al de un auténtico cigarro.
Algunas veces el ruego se había contagiado al carburador pero mi padre no perdía la cabeza por eso. Sin dejar de encender el cigarro depositaba la otra mano sobre el carburador y ahogaba el fuego. Pero un día aquella mano llegó demasiado tarde. Poco a poco se había formado en la sentina un charquito de nafta que con el tiempo se extendió a todo lo largo del Raquelita. Eso, naturalmente, fue el fin. Con aquellos cigarros el viejo casi había perdido el olfato. Dos o tres veces, al inclinarse para buscar cualquier cosa, había entrevisto aquel brillo movedizo que se extendía cada vez más, pero como no estaba en condiciones de reparar en el olor de nada debió pensar o prefirió pensar, si es que pensó en algo, que el barco hacía un poco de agua.
Un día, pues, encendió el cigarro de acuerdo con sus procedimientos y fue como si encendiera el mundo entero de una punta a otra. Instintivamente, el viejo alargó una mano hacia el carburador pero ni el carburador, ni él estaban más allí dónde debían estar. Sin saber cómo, se encontró en medio del agua con el cigarro todavía en la boca. El Raquelita, por su parte, o lo que quedaba de él, aparecía a unos diez metros. Después de todo, nunca había lucido tan bien, ni tan espléndido aquel barco de por sí oscuro. Cada tabla brillaba como una barra de oro. Cuando voló el tanque suplementario, el viejo tuvo más bien un estremecimiento de júbilo, como si se tratara del día del juicio para un justo o algo por el estilo. Fue todo muy breve y muy solemne, según dijo.
Eso ocurrió cuando mi padre tenía cuarenta y cinco años, apenas uno después que apareció en las islas. El recuerdo de los de la costa y mi propio recuerdo arrancan de ahí. Nadie tuvo noticias del viejo hasta el 28 y la verdad es que con lo que hizo o deshizo desde entonces hasta su muerte, en el 37, hubo de sobra. (Y con todo, también a él, tan denso y macizo, tan único, se lo llevó el tiempo. ¿Quién recuerda ahora a mi padre?)
Antes del 28, según parece, estuvo transportando pólvora desde Pernambuco hasta Río Grande do Sul a bordo del Isla Madre de Dens, que voló también en su tiempo entre el faro Mostardas y Solidao, sin faro por aquel entonces. Pero éstas son meras conjeturas a través de brumosas y no expresas referencias porque el viejo hablaba poco y en un estilo complicado.
Después de lo del Raquelita compró uno de los botes salvavidas que habían pertenecido al Speranza, que se hundió en el Canal del Norte a la altura de Punta Colorada, en el 23. Era un casco tinglado de siete metros de eslora con dos tanques de aire. El viejo le colocó un Penta de 4 cilindros.
Por ese tiempo se instaló al fondo del Desaguadero, cerca de los bancos, en una casilla que armó con tablas de cajones de automóviles un poco apartada de la costa. Una zanja con la entrada disimulada por un sauce tumbado, que el viejo levan-taba o bajaba a voluntad con un aparejo, permitía arrimar el barquito hasta la misma casilla. Uno y otra estaban pintados con un color impreciso, entre el verde y el marrón, de manera que pasaban inadvertidos. Al viejo le reventaba un barco de ese color y toda la vida se pasó soñando con uno bien blanco. En realidad mi recuerdo parte de ahí. Lo demás es incierto y fragmentario y parece el recuerdo de otro. Ahora mismo, a pesar del tiempo, lo veo sentado en el piso de la pequeña galena que daba al frente con el sombrero rumbado sobre los ojos y los pies apoyados en la baranda. Casi toda la semana se la pasaba echado allí fumando aquellos cigarros apestosos, con una botella de caña paraguaya al alcance de la mano.
—Hijo —solía decir con esa voz profunda que le salía desde adentro y medio cigarro entre los labios—, la verdad que Dios hizo seis días para descansar y el séptimo para trabajar, ya que no había más remedio. A veces el sexto y el séptimo, según como vengan las cosas. Pero estos mierdas de ingleses han dado vuelta todo el asunto...
Culpaba a los ingleses de cualquier cosa, aunque el motivo no era muy claro. Con el séptimo día el viejo estaba aludiendo a aquellas misteriosas excursiones que realizaba una vez a la semana en el antiguo bote del Speranza, que había bautizado con el nombre de Arvoredo. A veces estaba afuera dos días y dos noches, con lo que también el sexto tenía ocasión de figurar entre los días laborables. A decir verdad el viejo se afanaba más bien durante la noche de manera que eso del día se refería exclusivamente al tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta sobre sí misma, que era lo que tardaba en estar fuera de casa y más precisamente el tiempo que dejaba de estar echado en la galería del frente.
De vez en cuando volvía de aquellos viajes con un regalito. Una vez fue una navaja de Albacete y otra un rifle de un tiro calibre 12 chico, a cerrojo, para cartucho de munición. No recuerdo el fin de la navaja, que hacía un ruido siniestro al abrirse, pero sí el del rifle. Fue cuando el viejo le alargó la recámara para usar cartuchos 36-75, que algunos llaman 12 grande, y el cerrojo, no soportó la presión de la sobrecarga. Felizmente, lo había sujetado a un árbol y lo disparó a distancia.
A menudo el viejo alargaba la mano más allá de la botella de caña paraguaya y arrastraba una achacosa victrola que conservaba de su época anterior a las islas, y cuya bocina utilizaba a veces como embudo. Tenía unos pocos discos en un cajón de Cinzano junto con los dos tomos de Las batallas de siglo XIX, desde Marengo a la insurrección de los "boxers", una colección de postales de Río en color sepia, un catálogo de motores Gardner, un Manual del Capitán de Cabotaje, una Biblia protestante, el Digesto marítimo y un paquete de diarios de hojas amarillentas. Sin embargo, el viejo ponía siempre el mismo disco, Praga Onze.
O' Deus en me acho táo cansada Ao vohar da batucada...
Cuando pienso en la letra no recuerdo nada más que el comienzo, pero a veces la música me sale desde adentro, sin proponérmelo, y entonces la recuerdo o la canto simplemente de una punta a otra.
O' Deus eu me acho táo cansada
Ao voltar da batucada
Que tomei parte lá na praga onze...

Era una música dulce y atormentada a pesar de su aire bullicioso. El viejo golpeaba las manos hasta el cansancio o bien la lata de aceite que usábamos como balde. Por fin la púa quedaba girando en el centro con una especie de chasquido alternado que terminaba por convertirse en el motivo central de ese ruido que producía mi padre contoneándose y gimiendo.
Al principio aquel alboroto podía parecer divertido, pero debajo había algo distinto, algo como una tristeza tal vez. Comenzaba despacio hasta apoderarse de mi padre por entero. Era capaz de pasarse horas así. Al fin quedaba tumbado sobre el piso, empapado de sudor, y se dormía allí mismo gimiendo y sobresaltándose entre sueños. Entonces le echaba encima una manta y me acurrucaba al lado.
No duró mucho esa vida porque con el viejo no había cosa que durase demasiado. Los viajes siguieron por un tiempo, pero se hicieron cada vez más espaciados. En uno de los últimos volvió con aquel perro taciturno que lo acompañaría hasta el fin de sus días.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Oí el ruido del motor de la Arvoredo mucho antes, porque soplaba el pampero, un viento de tierra que trae el olor y los ruidos de la tierra. Me aproximé a la costa y entonces vi al perro sobre la cubierta, a proa, aunque la embarcación todavía estaba lejos, en mitad del Desaguadero.
El viejo sonrió, agitó una mano y saltó a tierra. Era una de las primeras tardes de calor, al comienzo de la primavera. El perro se quedó a bordo, un poco indeciso, y desde allí nos contemplaba con ese aire tan serio que tienen los perros.
El viejo rió un poco y luego se palmeó una pierna al tiempo que decía:
—¡Vamos, Olimpio!... no te quedes ahí mirándonos como un idiota... ésta es tu casa, muchacho.
Era muy dulce la voz del viejo en esa ocasión, aquella tardecita de primavera. Y el perro meneó la cola y saltó a tierra y vino hasta él y le olió una pierna. Recuerdo todo eso.
Aquella noche encendió un fuego frente a la casilla y los tres, incluyendo a Olimpio, nos sentamos alrededor de las llamas. Siempre que volvía de la costa el viejo traía un poco de cordero y lo asaba sobre las brasas.
Yo esperaba que dijese algo sobre el perro. Y efectiva-mente fue lo que dijo.
—Hace rato que estaba pensando en esto... Un perro es más importante que una mujer por estos lados —reflexionó un instante, pensando que probablemente yo no supiera todo lo importante que es una mujer, y entonces añadió—: un perro es importante sin necesidad de compararlo con nada, así piojoso y todo. No es necesario que te explique los motivos porque son muchos y porque el tiempo te los va a enseñar mejor que yo. En fin, ¿te gusta o no te gusta?
Olimpio estaba sentado entre los dos y nos miraba hablar con una especie de dignidad. 
Alargué una mano y lo acaricié lentamente.
El viejo tenía ideas muy especiales. Con respecto al nombre de los perros había dicho una vez:
—No es cosa de tomarla a la ligera. Ponerle un nombre a un perro es casi como fabricarlo. Ya uno le da un carácter especial que no lo pierde en la puta vida...
Vaya a saber qué cosa quiso expresar cuando llamó a aquel perro con ese nombre un poco divertido. Olimpio aquí, Olimpio allá... Con el tiempo me acostumbré a él. Al principio el nombre y la cosa están uno frente al otro, resistiéndose. Uno dice el nombre y piensa en la cosa como distinto. Por fin se mezclan y confunden y resultan una sola y misma cosa. Sucede con un barco, cuyo espíritu resiste tan sólo con un nombre: Gemma, Speranza, Maca, Traverso, Recluta, Hillstone, Baldissera. El Baldissera desapareció en el año 13, mucho antes de que yo naciera... Sucedió con Olimpio.
En el último viaje, en cambio, el viejo apareció con aquel hombre que venía al timón de la Arvoredo. Desde entonces, cuando mi padre se refería a él decía "el Oscuro", y la verdad que no había forma de describirlo mejor. Era un tipo flaco, alto y oscuro. Tenía la cara de una anguila, así de lisa, incierta y oscura. Oscuro por fuera y por dentro. Hablaba menos aún que el viejo. Si uno le decía "¿Qué tal?" o "¿Cómo va eso?", por decir algo, él se encogía de hombros, entrecerraba los ojos y echaba la cabeza hacia un lado. No salía de ahí.
Dejó al viejo en tierra y se volvió con la Arvoredo hacia el Canal Este. Luego comenzó a aparecer una o dos veces por semana. Se encerraba con el viejo en la casilla y hablaban (mejor dicho, el que hablaba era el viejo) de cosas en las cuales, por lo visto, mi padre ponía mucha atención.
Una noche, apenas hacía medio día que había partido, la Arvoredo retornó de improviso con el Penta que golpeaba atropelladamente. El viejo saltó de la galería y corrió en dirección de la costa palpándose la cintura. Cuando estuvo cerca se ocultó detrás de un sauce y esperó a que apareciera alguien sobre la cubierta. El motor se detuvo un poco antes y la embarcación avanzó silenciosamente hacia la entrada de la zanja. Golpeó contra el árbol atravesado allí y quedó inmóvil en las sombras de la orilla. Al cabo de un rato, contra la claridad incierta del cielo vimos asomar trabajosamente aquella alta y delgada figura que permaneció inmóvil un instante, como sus-pendida de lo alto, y luego se desplomó sobre la cubierta con un murmullo lastimero.
El viejo trepó a bordo, se echó el Oscuro encima y lo trajo hasta la casilla hamacándose en la oscuridad como un borracho. Subió jadeando la escalera y lo tiró sobre el piso de la galería. El cuerpo se aplastó contra las tablas con un ruido sombrío y pareció que la casilla se iba a desplomar.
—No prendas ninguna luz hasta que yo te diga —ordenó el viejo por lo bajo.
Después lo oí revolver en la cocina. Al salir tropezó con el cuerpo del Oscuro, de manera que atravesó la galería de una punta a otra. Quedó un rato en el suelo puteando en ese estilo confuso y bastante licencioso que le venía a la boca cuando estaba fastidiado.
—No prendas ninguna luz... ¿me has oído? —dijo de nuevo su voz desde el otro extremo de la galería.
Yo asentí con la cabeza, pero como el viejo no podía ver lo que hacía volvió a preguntar lo mismo en un tono levemente enardecido.
Quitó el tronco, subió a la Anoreda y con un botador la metió lo más adentro posible de la zanja. Luego blandió una barreta y le hizo saltar una de las tablas del fondo. La embarcación tardó un poco en hundirse. El viejo había vuelto a la casilla y todavía estaba a flote como si no hubiera pasado nada, apenas un poco escorada de babor. Podía oírse el gorgoteo del agua que ahora se mezclaba con los lamentos del Oscuro.
Lo alzamos del piso de la galería y lo metimos en el cuarto. Entonces el viejo encendió una de las lámparas de viento y la puso en el suelo, al lado del tipo.
—Se está yendo en sangre —dijo después de echarle un vistazo.
Tenía metidas dos balas del .38, una en el antebrazo y otra en el muslo del lado derecho. Otra bala le había atravesado una pantorrilla, de manera que ya no estaba allí. Pero lo más serio, y hasta cierto punto curioso, era que le faltaban dos dedos de la mano izquierda.
—Vamos a ir por partes —dijo el viejo, de rodillas, mientras se arremangaba.
Se metió de nuevo en la cocina y volvió con el cuchillo de monte, la botella de caña paraguaya y un frasco de bencina.
—Quiero la camisa más vieja —dijo— o cualquier otro trapo decente, si hay.
El Oscuro se había vuelto a desmayar.
El viejo se restregó las manos con un chorlito de bencina y empuñó el cuchillo.
El Oscuro lanzó un grito que se debe haber oído de una punta a otra del río. Pero ya no tenía una de las balas.
—Yo te hacía muerto —dijo el viejo.
Y cuando el otro fue a abrir de nuevo la boca ya tenía afuera la otra bala. Así y todo el Oscuro se sintió en la obligación de gritar. Pero como el viejo, ni bien abrió la boca, le metió el pico de la botella, apenas alcanzó a articular un murmullo burbujeante. Un rato después cantaba y deliraba dándole palmaditas a mi padre que forcejeaba para tenerlo quieto.
—Vamos por partes —decía el viejo—. No hay nada que más me reviente como esto de confundir y mezclar las cosas.
Al fin el Oscuro cayó en una especie de sopor y mi padre pudo terminar de curarlo. Todo lo que hizo fue limpiarle alrededor de las heridas con un trapo empapado en bencina y cubrirle cada una con un emplasto de sebo. Después se las vendó como mejor pudo con los pedazos de la camisa más vieja y lo tendimos sobre una manta, ya dormido o inconsciente.
Cuando salimos afuera la luna estaba muy alta y la Arvoredo se había hundido todo lo posible. Aparecía ladeada de babor, con el agua hasta la mitad de la cubierta. Eso era bastante. A primera vista parecía un barquito abandonado allí hacía algún tiempo. Que era exactamente lo que mi padre quería que pareciera.
Recuerdo esa noche con la luna alta y brillante y el Oscuro gimiendo entre sueños y la Arvoredo tumbada en la zanja como si acabara de suceder o estuviera sucediendo ahora mismo, mientras anochece sobre el río.
Al otro día cargamos al Oscuro en un bote y nos marcha-mos a un refugio que tenía el viejo en el Miní, entre el Diablo y el Juncal, cuando todavía no estaba el destacamento en la otra
orilla. No había forma de llegar a ese lugar si uno no se guiaba por un pálpito. Así decía el viejo. El refugio en cuestión era una carrocería de un ómnibus de La Central (Liniers-Plaza de Mayo), uno de aquellos Brockway de color rojo. Todavía se podía ver el letrero en uno de los costados. La carrocería estaba montada sobre unos durmientes de quebracho y asegurada con unos puntales de sauce florecidos. Desde adentro le parecía a uno estar viajando por la costa.
Antes de entrar el viejo pateó las paredes a uno y otro lado con el propósito de espantar a las ratas, lo que obtuvo a medias. Luego descargamos al Oscuro y las cosas que trajimos del Desaguadero, incluyendo la victrola.
Cada semana el viejo volvía a la casilla para echar una mirada. Aparte de eso, sea para matar el tiempo, sea para matar el hambre, se dedicó a la pesca. Pero como sucedía siempre con cada cosa nueva que comenzaba mi padre, al poco tiempo estaba entregado a ella en cuerpo y alma. Ni dormía casi entre-tenido como andaba en armar y complicar toda clase de líneas: de fondo, de flote, de semiflote, una para los bancos, una especial para bagres, una con balancín para bogas y una complicadísima de medio flote, con un cascabel de alarma, de su exclusiva invención.
Al principio fue cosa de él y de Olimpio. Yo los observaba desde la carrocería del Brockway sin tomar parte. Iban y venían por la costa deteniéndose en los sitios donde el viejo había enterrado una estaca para amarrar la línea.
Entretanto, el Oscuro mejoraba de sus heridas. Allí estaba echado en un rincón del Brockway sin decir palabra, hojeando alternativamente el Digesto Marítimo y las Batallas del Siglo XIX, que el viejo había traído de la casilla para que se entretuviera un poco.
Algún tiempo después andábamos todos metidos en aquel asunto. El Brockway apestaba con el olor a pescado. Y los días maduraban en el corazón del verano.
Estuvimos en eso más de un mes. Hasta el día en que un manguruyú arrastró el bote del viejo más allá de los Pozos del Barca Grande y cuando lo creyó acabado y lo trató de izar, lo cual habría sido para su entera perdición, el pez lo sacó del bote y medio le arruinó un brazo.
El viejo lo puteó y amenazó mientras trataba de alcanzar el bote. Y una vez arriba juró que iba a volver.
—¡Voy a volver! —gritó mi padre.
Y en un impulso agitó el brazo maltrecho, amenazando hacia el río, y lanzó un bramido de dolor.
Efectivamente, iba a volver. Pero con todo esto, sin alcanzarlo, mi padre estaba urdiendo la sustancia de sus últimos días.
Regresamos a la casilla del Desaguadero y reflotó la Arvoredo. Por el momento había dejado la caña paraguaya y los discos brasileños y daba muestras de un raro entusiasmo.
—He decidido cambiar de vida de punta a punta —anunció una vez sin dirigirse a nadie en particular—. En eso estoy.
Como primera medida cambió el aspecto de la Arvoredo, que desde entonces se llamó Ferrol, seguramente en memoria de su viejo, es decir, mi abuelo, que era de El Ferrol. Le alzaron la obra muerta, le colocaron un palo para una vela cangreja y la pintaron de blanco. De la botavara colgaban algunos metros de trasmallo y sobre la carroza llevaba tres o cuatro cajones para pescado. En esa forma el antiguo bote del Speranza volvió a las andanzas bajo la amable apariencia del Ferrol. La verdad que el procedimiento no era absolutamente nuevo. Algunos años atrás, antes de comprar la draga, Pancho Comercio había contrabandeado por el estilo. Mi padre le debía, además de "el sistema", la mejor caña paraguaya que inflamó sus entrañas.
El viejo realizó los dos primeros viajes, que fueron de tanteo. Salía con el Olimpio y una de la veces se quedó a pescar en el Víboras. De todas maneras, como él dijo, era una forma de reforzar "el sistema".
Por fin volvió a salir el Oscuro, que entretanto había llegado hasta la batalla de El Álamo, en el tomo II, y recién entonces mi padre estuvo en condiciones de entregarse a aquella nueva vida que había anunciado.
A primera vista seguía llevando la misma plácida existencia que comenzó en el refugio del Miní.
Pero lo importante fue el cambio espiritual que provocó en mi padre aquella placidez. Nada de lo que hacía parecía notable.
Sin embargo, si alguna vez el viejo fue algo o representó al menos alguna cosa sucedió en esos días. En todos esos largos días del verano que luchó con el agua como para arrancarle un secreto y luego en el rigor y la soledad del invierno, cuando mi padre era tan sólo una quieta llamita que se consumía sobre el río.
En el corazón del verano habita el dorado. De manera que para ese tiempo mi viejo concentró el entusiasmo en este pez, al cual engendra el sol del estío y es intenso y cruel como ese sol que inflama el aire y enardece la sangre. Pero reservó una parte para otro pez, completamente distinto, que habita en el corazón del invierno.
Esa vez la temporada se anunció en marzo con unos fríos prematuros, pero como sucede invariablemente el pejerrey apareció en los primeros días de abril y, entre junio y julio, la temporada alcanzó su plenitud.
Cuando aparecieron las primeras señales en la tierra y en el agua el viejo, que desde hacía un tiempo se sentía inquieto, comenzó a trabajar de firme con miras al asunto. Fue como si estuviera esperando una señal. A principios de marzo dio por terminada la temporada de verano. Le gustaba decidir esas cosas y tomar en cuenta el curso del tiempo.
—Ya falta poco para julio (se refería más bien al invierno en general, no a un tiempo preciso, como alguien que está en marcha y se anuncia)... Está en el aire.
Y se desparramó en la galería y esperó que muriese marzo con los ojos puestos en el cielo, más allá del horizonte, como si aguardase esa señal.
Los días pasaban lentos y todo era triste y alegre a la vez, en marzo. Le estaba creciendo el pelo a Olimpio. El viejo se lo había cortado a comienzos del verano y el aspecto miserable que tuvo desde entonces nos llenó de confusión. Los dos primeros días no quiso aparecer por la casilla y en el tercero y el cuarto se limitó a rondarla.
—¡Vení aquí! —suplicaba mi padre en todos los tonos—. ¿Qué carajo te pasa?... ¡Vení aquí, te digo!
En el quinto día Olimpio aceptó su desgracia y volvió a acompañarlo en sus excursiones, pero de cualquier forma su dignidad se había resentido.
Volvió a crecerle el pelo en marzo y el viejo a fregarlo con aguarrás o con alcohol alcanforado como si se tratara de un perro importante, examinando con detenimiento las patas y las uñas después de cada salida según se hace con los grandes corredores, los pointers, los setters o los lebreles.
Llegó, pues, el frío.
Una tardecita el viejo alzó la cabeza como si hubiese escuchado un ruidito, luego se puso de pie, olió el aire y entró precipitadamente en la cocina.
A la mañana siguiente, con la primera luz, dio comienzo a los grandes preparativos para el pejerrey. Ante todo repasó las líneas que había fabricado especialmente para este pez, que deben ser en extremo sensibles. Examinó en particular la punta de los anzuelos. Los probaba con las yemas de los dedos, mirando hacia otro lado, como si templara las cuerdas de una guitarra. Cuando no estaba satisfecho con alguna la retocaba con un papel de esmeril muy fino. Fabricó dos líneas más, de crin de Florencia, una de la boyas negras para la pesca diurna y otra de boyas blancas para la nocturna. Luego sacó el bote a tierra, le hizo una cajonada a popa, le removió el calafate, lo pintó de color amarillo con una franja de color rojo y lo echó al agua. Parecía nuevo y era visible desde muy lejos.
Fuera de los días en que aparecía el Oscuro con el Ferrol y se encerraban en aquel cuarto repleto de misteriosos cajones y de cachivaches, el viejo se pasaba el resto de la semana metido en el bote. Salían en la madrugada, él y el Olimpio, para regresar un poco antes del mediodía. Después de la siesta repasaba los aparejos y volvía a largarse al atardecer, provisto de un farol. En lo más crudo del invierno, una o dos veces en la semana pasaba la noche afuera subiendo y bajando con el río sobre el cual se consumía su luz, sin despegar los ojos de la imprecisa línea de boyas.
Se ponía el farol de viento entre las piernas para calentar-se, o el Primus con una lata desculada sobre el mechero para reparo de la llama.
Unas veces quedaba sobre los bancos, al fondo del Des-aguadero. Otras entraban al Patí o al Raya o subía hasta el Víboras o bajaba hasta la punta del Canal Este o salía a los bancos, al fondo del Desaguadero. Pero otras la lucecita se perdía sobre el gran río. Algunas veces iba con él, pero prefería quedarme en tierra y vagabundear por el monte. La pesca es una cosa de viejos. Precisamente yo había visto todo eso sobre el rostro de mi padre: esa serenidad y esa lejanía, esa especie de ausencia que aparece en los rostros de los viejos.
De todas maneras mi padre prefería, por su parte, que me dedicara a pescar mandufias con el mediomundo. El viejo empleaba carnada "blanca" y en especial la que proporcionaba la mandufia, que se saca cerca de la costa.
Por lo general pescaba "a camalote". Es más difícil, pero los piques son más francos y los pejerreyes más grandes. Todo esto lo había aprendido con los años y a su tiempo, yo lo aprendí de él. Solamente un viejo solitario podía saber tantas cosas acerca de un asunto que parecía tan simple:
—Por supuesto, es todo relativo y el río mismo te dirá cada vez lo que tengas que hacer... Hay que poner la proa al viento, como digo, y aguantarse suavemente con los remos. En un día calmo es más o menos fácil, pero el viento complica las cosas... La línea de boyas siempre adelante, es decir, por el lado de popa. Con un palito dibujaba en la tierra la silueta de un bote y luego, a medida que hablaba, una serie de flechas.
—Aquí la corriente... Aquí el viento... Aquí las boyas... o aquí, a la altura del bote. Pero nunca atrás porque el pejerrey pica cuando sube... ¿Está claro?
Recuerdo todo eso, su voz y su rostro de viejo, aunque todavía no lo fuera, y ese aire de ausencia que trajo del río.
Ya había visto una vez, a fines de otoño, aquel barco de aspecto tan singular que apareció lentamente sobre el río emergiendo con dificultad de la cerrazón que cubría el Canal Este. Era enorme y silencioso y parecía a punto de desvanecerse.
Según el viejo, se trataba de una goleta de carga de las que se ven entre Bahía y Río Grande do Norte, las cuales conservan el mismo aspecto que hace trescientos años. El tercio de popa parecía una casa. Se llamaba Alagoas. Su nombre, su aspecto y ese tiempo de otoño despertaron en mi padre una gran nostalgia. El barco se desvaneció en medio del Canal, hacia el sudeste, con las tres velas firmemente desplegadas. Y fue como si al viejo le arrebataran el alma.
Por lo que recuerdo, jamás vi un tipo más estrafalario que el Cuervo Abelleira, incluyendo a mi viejo. La verdad es que lo vi esa sola vez, ese mismo invierno, pero era un tipo difícil de olvidar con su linda pinta de malevo, sus bigotes aceitosos y aquel raído palmbeach que le otorgaba una melancólica distinción. Debajo de los bigotes asomaba medio Avanti, por lo general apagado y que apuntaba con notable precisión hacia donde se le antojara señalar, ya que por lo común no sacaba las manos de los bolsillos como no fuese para jugar al tute o al mus.
El Cuervo había hecho del Alagoas una especie de casa flotante. Colgaban por todas partes trasmallos y mediomundos y ropas puestas a secar y de cada lado de la carroza un par de macetas con culantrillos. La cubierta estaba repleta de cajones para pescado de los que brotaba un olor nauseabundo. El casco, los palos y los costados de la carroza, que parecía una casilla o una serie de casillas, habían sido pintadas de blanco. La espiga de los palos y el botalón, de rojo. Aunque a decir verdad la pintura estaba tan deslucida y mugrienta que no se podía hablar de colores con demasiada propiedad. El Cuervo vivía a bordo con dos tipos silenciosos y una húngara. Decían que era húngara. Recuerdo tan solo un rostro blando y redondo que cambiaba de ventana.
La historia del Cuervo Abelleira arranca mucho antes del Alagoas, desde los días del Flora. Primero oí hablar de ese barco en el estilo fabuloso de la costa y luego lo vi por espacio de varios años montado sobre tacos en el varadero de la Prefectura. Parecía navegar en el aire con ese porte invencible de las viejas embarcaciones. En realidad, lo habría podido traspasar con un dedo de reseco y podrido que estaba. Pero yo lo veía así, remoto y espléndido como una estrella.
Un buen día desapareció la obra muerta. Así y todo, con el casco pelado, seguía siendo el Flora y no había menguado su antiguo esplendor. Pero otro día, al cabo de otros años, des-apareció también el casco. Fue un día de tristeza. Algún tiempo después descubría el casco y la obra muerta, apenas separados por unos metros, en el pequeño cementerio de barcos, del otro lado de la Prefectura. Pero no quise reconocerlos, por una especie de piedad.
En aquel entonces el Cuervo Abelleira tenía tres barcos dedicados al contrabando: el Navarro, el Dichosa Madre y el Torito, que pasaban por pesqueros. El Cuervo era un hombre con ideas propias y eso fue, en definitiva, lo que lo arruinó. Mientras los tres pesqueritos estaban en lo suyo, con el Flora,que era el más veloz y el mejor equipado, se dedicó a mexicanear. Ésa fue una de aquellas ideas, hasta cierto punto feliz, con exactitud hasta que se cruzó con el Verdi, de Pancho Comercio, y la cosa terminó en una batalla naval. El Verdi se incendió y el Flora fue apresado por la Prefectura, mientras las dos tripulaciones ganaban la costa a nado.
Así terminó el Flora y en cierto modo toda aquella época.
El Cuervo volvió cinco años después con el Alagoas, pero según el viejo para ese tiempo ya había perdido la garra. Aquellos ojos estaban ahora vacíos y todo su rostro respiraba una profunda tristeza. Detrás de sus palabras y de sus gestos habitaba la misma melancolía que en el corazón de mi padre. No era la vejez, porque ninguno de los dos era realmente viejo, sino ese humor vagabundo que les viene del río y que los penetra como la humedad. Algo que se apodera de uno poco a poco y está en los barcos y las islas y la costa. Sobre todo en ese ancho río que se pierde en el horizonte hacia el sudeste, contra el cielo impreciso del atardecer.
El Alagoas era pesquero, vivienda y barco almacén. Todo eso a la vez. En ocasiones, durante el verano, el barco pensión, como el Cheroga. Debajo de todo, naturalmente, su fuerte era el contrabando.
El viejo había oído hablar del Cuervo Abelleiras como de un ser fabuloso (no mucho después se hablaría en la misma forma de mi padre, aunque ahora nadie lo recuerda. Ni siquiera recuerdan al Cuervo), pero no lo conoció hasta aquel invierno. Esa vez el Alagoas apareció fondeando en el Canal Este. Se alcanzaba a ver desde el Desaguadero. El viento traía las voces que sonaban extrañamente claras, muy por encima del barco, como si brotasen de otra parte. Una noche escuchamos los resoplidos de un acordeón y estuvimos los dos echados en el fondo del bote con los ojos perdidos en las luces que se mecían sobre el agua, hasta que la oscuridad absorbió la última nota.
Al quinto día el viejo salió al Canal, tiró una línea de flote arriba del Alagoas y se dejó llevar por la corriente en dirección del barco. El Cuervo estaba en la cubierta jugando al tute con los tipos silenciosos. "Envidaba" o "quería" con una voz grave y reposada.
Lo debió ver cuando salía del Desaguadero y después cuando remontó el Canal y arrojó la línea y se vino despacito sobre el barco. Pero siguió "envidando" y "queriendo" como si no viese nada realmente.
Hasta que lo tuvo delante mismo de la punta de sus botines y entonces lo miró apenas por encima de las barajas y dijo sin alzar la voz:
—Lo estaba esperando. Estaba esperando un tipo cual-quiera para echar un mus como Dios manda. ¿Quiere subir?
Jugaron hasta el fin del día. Al mus simple, al mus francés, al truco, al tute ordinario, al tute americano, al tute arrastrado, al tute de remate. En mitad de la tarde comenzaron con el truco "de gallo", de manera que desapareció uno de los tipos. Primero hicieron el gallo por turno. Pero después el viejo o el Cuervo hacían de "gallo fijo". Al caer la tarde quedaron solos. Entonces siguieron el resto de la noche también, sin cambiar palabra, nada más que "quiero" o "envido" o "flor" o "truco" o "paso" o "envido y yo", bebiendo a traguitos de una jarra de loza que el Cuervo llenaba cada tanto, hasta que se levantó por última vez y trató de llegar a la cabina, pero se desplomó en medio del pasillo y se quedó dormido con la jarra en la mano.
El viejo se descolgó en el bote como pudo y volvió a la casilla. Tardó una eternidad en subir la escalera y otra eternidad en entrar al cuarto. Después volvió a salir a la galería y un poco antes del amanecer oí que cantaba Praga Onze.

O' Deus eu me acho tao cansado
Ao voltar da batucada
Que tomei parte lá na praca onze.
Ganbei no samba, oh! .
Un arlequim de brome
Minha sandalia quebrou o salto
E perdí o meu mulato lá no asfalto.

Ahora me acuerdo.

El final del invierno estaba en el aire por más frío que hiciera. El viejo vio las señales en el cielo y en la tierra. Y también sucedieron algunas cosas dentro de él porque todavía no estaba muerto. El pejerrey comenzó a alejarse de un día para otro, pero de todas maneras mi padre se había adelantado al tiempo y fijó la última salida justamente para entonces, para fines de agosto. Luego repasó las líneas, las enrolló cuidadosa-mente y las metió en un cajón, en el cuarto de los trastos.
—Ahora a otra cosa —dijo.
Y se pasó una semana tumbado en la galería observando aquellas señales del tiempo.
La proximidad de la primavera ejercía una influencia especial sobre mi viejo. Parecía rejuvenecer de pronto y lo poseía una extraña inquietud.
De un estado de placidez meditativa saltaba bruscamente a otro de incontrolada actividad, como si dentro de su pecho la vida y la muerte libraran un encarnizado combate.
Al término de la semana comenzó a preparar las líneas para los peces del verano. Pero su cabeza, o mejor dicho su corazón, estaba en otra cosa. Así fue que después de unos días abandonó las artes de pesca y con el mismo entusiasmo se dedicó a cambiar el aspecto de la casa como parte de un plan más vasto destinado a cambiar su propia vida. Siempre que el viejo decidía cambiar de vida comenzaba por cambiar cualquier otra cosa. Generalmente no terminaba de hacerlo con ninguna de las dos. De manera que abandonó la casa por los canastos de mimbre. Subió hasta el Gallito con el Ferrol y volvió con varios atados de mimbre "en jugo". Armó un "pelador" y peló los mimbres. Después armó un "burro" debajo de la casilla y fabricó varios fondos de distintos tamaños. Eligió un fondo cualquiera y terminó el primer canasto.
Parecía realmente entusiasmado con el asunto. Pero tam-poco en esto estaba su corazón, como no fuera en el cambio mismo, mientras la vida brotaba por todas partes a empellones cercándonos con una muralla verde poblada de extraños rumo-res.
Al principio todo parecía suceder un poco lejos y hasta en otro tiempo porque el invierno habitaba todavía entre nosotros y nos había penetrado el alma. Entre agosto y septiembre cayeron aquellas lluvias por espacio de cinco días, con algunos intervalos grises colmados de espera en esa rara laxitud que precede a las tormentas. Pero aún en medio de la lluvia el viejo escuchaba aquellas voces de fines de septiembre atravesando los últimos días del invierno.
El tiempo se había adelantado aquel año. La verdad que agosto estaba apenas maduro y ya habían florecido los sauces de la costa. Un día el aire amaneció ligeramente verde. Era una niebla muy tenue que se mantuvo inmóvil entre las ramas de los árboles. Los cinco días grises que siguieron después no pudieron disimular ese alboroto de color que estallaba silenciosa-mente cada mañana y al quinto día exactamente, en una pausa de la lluvia, oímos a lo lejos, el dulce silbido del zorzal.
La primavera estaba ahí.
Mi padre, que confería a todas las cosas un sentido especial, bebió con el Oscuro una botella de caña paraguaya y escuchó con cierta unción Praga Onze. Tendido en la galería, a la altura de las primeras ramas, uno creía flotar en aquella nubecita verde que fue cobrando intensidad con los días, como si brotara más bien de nuestro recuerdo, para fijarse en el tiempo usurpando aquel largo vacío del invierno.
También con los días el silbido del zorzal se hizo más frecuente y se fue aproximando. Nunca nos habíamos detenido a pensar que, por más lejos que sonara, el pájaro debía hallarse en algún lugar del monte. Por el contrario, nos sentíamos inclinados a pensar que se trataba de un presagio, de un anuncio desde otro tiempo de alguna manera situado delante del nuestro y en marcha hacia nosotros. Era muy dulce aquella suerte de anticipo y aquella espera, fluctuando entre el invierno y el verano.
Si bien fueron unas lluvias un poco fuera de lo común (aunque en esto mismo se ve ya una señal del tiempo, ese momento de indecisiones, trastornos y desmesuras que acompaña a la primavera), el viejo no parecía prestarles atención. Veía más allá, detrás de ese velo plomizo que penetraban sus ojos, los días fijos y deslumbrantes del verano que alcanzaba con su mirada de viejo.
Yo mismo, con distintos ojos, alcanzaba a ver una parte. Especialmente los días jubilosos de la primavera animados por esa misma ansiedad que se apoderó de nosotros después del letargo de agosto, cuando la claridad comenzó a demorarse en el umbral déla noche y la luz y las tinieblas parecían indecisas, sin acertar con el paso.
Allí está mi padre, en el recuerdo, apenas desdibujado por los años, chapoteando bajo aquella lluvia al parecer interminable. Lo veo pasar ahora mismo, una y otra vez, cubierto con aquel capote que olía a humedad, atareado en cosas incomprensibles, deteniéndose de tanto en tanto para observar el cielo o escuchar un ruidito.
Recuerdo esos días, recuerdo el aire y la luz de esos días, porque fue la primera vez que sentí los mismos síntomas que mi padre, esa oscura ansiedad que me oprimía el pecho. Por primera vez, como mi padre, sentí la alegría y la tristeza de ser un hombre solitario, y ansié metas distantes y aguardé la mañana seguro de grandes acontecimientos, y por la noche me estremecí de imprecisos deseos, percibiendo voces y ruidos remotos suspendidos como esferitas en la laxitud de las sombras, desplazándose según el viento.
A fines de septiembre oímos claramente la voz del zorzal y nos miramos confundidos. ¿Era una señal? Algo nos apremiaba en aquella voz.
Había otra cosa y era esa leve fragancia que en determina-dos momentos llegaba del monte sin poder precisar su origen porque no era un olor único y reconocible, como el del jazmín del país, por ejemplo, sino un olor vago y general, un olor del tiempo. Y el río trajo sus cosas también. Sobre todo aquel llamado que nos urgía desde todas partes, principalmente desde el río abierto que resplandecía cada vez más. Entonces nuestros pechos se dilataron como si les faltara el aire y se apoderó de nosotros un ansia desmesurada de partir porque la tierra debajo de nuestros pies se había tomado extraña y todos los lugares estaban allí, de alguna manera presentidos, enviándonos sus mensajes a través del río.
En el quinto día alumbró el sol sin que dejara de llover y el viejo terminó los canastos. Fue una de las pocas cosas que terminó esa primavera.
Siguieron a aquellas lluvias unos días frescos y apacibles, durante los cuales fabricó una curiosa serie de plomadas anti-giratorias o destorcedoras y dos cucharas de 120 gramos bastante parecidas a la "Gramajo". Era harto dudoso que fuera a emplear alguna vez nada de esto. Más bien toda esa profusa actividad constituía un fin en sí mismo. Después comenzó a preparar una línea para el "dorado", en la cual había meditado largamente. Era una línea formidable. Pero con todo lo formidable que era no la llegó a terminar.
Había llegado octubre.
Y en octubre decidió por fin aquella cosa que lo tuvo ocupado hasta el final de sus días.
—Óiganme bien —dijo—. Mañana a primera hora nos vamos de aquí. Vamos a cargar la Arvoredo (él decía siempre Arvoredo porque un barco nunca cambia de nombre y el nombre y el barco son la misma cosa) y nos vamos al Honda... Hace tiempo que lo tengo planeado.
Hacía tiempo, en efecto. Un día, tres años atrás, me había dicho, señalando la punta del Honda desde el bote:
—Quisiera vivir en un lugar así el resto de mi vida.
Cargamos, pues, la Arvoredo y a la mañana siguiente partimos llenos de proyectos hacia lo mejor del verano.
El viejo ya tenía elegido el lugar, después del Hambrientos, en lo que es hoy la isla YCA, con el Paraná y los grandes barcos que parecían venir hacia allí, hacia ese lugar preciso, antes de abrirse y doblar delante de la boya de bifurcación.
Trabajé con el Oscuro en la nueva casilla mientras el viejo echaba las bases de aquel proyecto suyo que nació de su corazón en mitad de la primavera.
La casilla estuvo terminada y octubre, con sus días templados y sus noches frías, también. Pero todavía ignoraba lo que se había propuesto mi padre.
El viejo era, así, sobre todo al comienzo del verano. Daba muchas vueltas antes de orientarse en firme, como si de tanto en tanto extraviara la pista de sus deseos. Pero ahora era evidente que estaba sobre ese rastro y si se demoraba antes de la cuenta era porque el asunto lo requería así.
En dos semanas todo lo que hizo fue un claro cerca de la costa. Y luego se pasó otras dos rondando por allí con las manos en los bolsillos, sin prestarnos ninguna atención. Recorría la isla en todas direcciones como si se tratara de un simple patio o de cualquier otro lugar despejado.
A veces reaparecía desde el monte con las ropas desgarra-das y las manos cubiertas de tajitos enrojecidos. Pero él no reparaba en nada de eso. Tenía la cabeza en otra cosa.
Olimpio, por su parte, caminaba pegado a él con ese aire sumiso y reconcentrado con que lo siguen a uno, acaso en la creencia de que el viejo partía definitivamente cada vez que se alejaba de la casilla. Cien veces al día.
A menudo el viejo se paraba en medio del claro que había abierto o lo observaba desde lejos deteniéndose bruscamente en plena marcha, como si allí hubiese algo.
Entre tanto el verano progresaba. Una mañana cualquiera advertimos el distinto color de la luz, esas manchas espesas en el monte, ese brillo del aire sobre el río, y recién entonces supe cuan lejos estaba el invierno. Ya no había nada que esperar. Podíamos instalarnos sólidamente en los días placenteros del nuevo tiempo. Aquella dormida ansiedad bajo la luz macilenta de julio había desaparecido. Aunque sólo supe de ella cuando reparé en su ausencia.
El viejo partió una madrugada en la Arvoredo.
Se despertó en la oscuridad y partió.
Dos días después estaba de vuelta. No había pasado la boca del Arroyón, no habría pasado siquiera el surtidor, cuando oímos la tosecita pachorrienta del Penta.
—Viene cargado —dijo el Oscuro.
Así era, en efecto. Descargamos un rollo de madera y una caja de herramientas y algunas latas de pintura. Por último el viejo metió la mano en uno de los bolsillos y extrajo una brújula seca del tamaño de un reloj. A primera vista parecía efectiva-mente un reloj. Pero al viejo jamás le habría pasado por la cabeza regalarme un reloj.
—No se me ocurrió otra cosa —dijo encogiéndose de hombros.
Y esa misma tarde comenzó a trabajar en lo suyo.
¿En qué andaba mi padre de una vez por todas?
—Es algo que estaba dentro de mi corazón —dijo al cabo de una semana, cuando aquella cosa cobró forma en el centro del claro que había abierto cerca de la costa—. Hace tiempo que lo tenía ahí.
Lo examinamos en silencio, y la verdad que estaba bien hecho.
Había trabajado en eso día y noche, porque dormía muy poco y además estaba en él hacer las cosas en esa forma, de una vez. Apenas caían las sombras encendía una lámpara de carburo y seguía serruchando y martillando y taladrando con esa concentración que se apoderaba de mi padre siempre que comenzaba algo. No hablaba casi nada. Unas pocas frases, más bien incomprensibles, dirigidas a Olimpio. Prefería silbar o cantar y a veces maldecir.
Al cabo de una semana, pues, aquello salió de su corazón, y parecía satisfecho. Porque dijo:
—Un hombre como yo sin un barco como yo no está completo. He tardado un tiempo en comprenderlo.
De manera que estaba en eso: "un barco como yo". ¿Qué entendía mi padre por semejante cosa? Él mismo lo dijo, o trató de decirlo.
—Un barco así ha de salir completamente de mis manos... No hay ni clavo, ni madera que no tenga un sentido. Ni clavo, ni madera que desde su origen haya sido pensada para otra cosa...
La verdad que sonaba bastante raro.
Según entendí luego, un barco, para su gusto, debía resultar una buena combinación entre un barco de placer y un barco de labor. Líneas esbeltas, pero no rebuscadas. Ni viejo ni nuevo o, en todo caso, más bien un poco viejo. Sencillamente, tenía que ser marino. Esto es, pienso ahora, con ese aire errátil que asoma al rostro de un vagabundo, por ejemplo, esos tipos que trae y se lleva el verano... Sí, supongo que el viejo quería decir eso.
Eligió cada madera y cada tornillo y cada cosa de acuerdo a sus deseos. Por eso tardó una semana. Y ahora el casco estaba allí, o mejor dicho, tan sólo el esqueleto, de manera que podía descansar un rato porque había aprisionado a su deseo en aquella jaula de madera y lo podía contemplar cada día sin sobresaltos, como a un pájaro. Ya no era un fantasma. Ya no era una sombra o una nostalgia que le rondaba el alma. Ahora estaba ahí de alguna manera.
Sin embargo mi padre había llegado tarde y su deseo era demasiado viejo. El verano maduró hasta enero y el casco estaba todavía allí, tal cual, con la proa apuntando hacia el río y las costillas un poco grises y resecas flotando blandamente en la penumbra del ocaso como si estuviera a punto de partir.
El viejo descansó unos días tumbado al frente de la casilla con las manos en los bolsillos y los ojos puestos en su obra, todavía canturreando un poco. Pero cuando se puso de pie y pareció que iba a acometer de nuevo se limitó a rondar en torno a la armadura, como al principio, deteniéndose de tanto en tanto en plena marcha para volverse y observar por encima del hombro al barco de su corazón, que estaba mitad en su cabeza y mitad en el claro que había abierto en la primavera, a pocos metros de la costa. Eso fue todo.
Al terminar enero vimos aparecer al Alagoas, desde el Urión. Pasó por el medio del río en la luz de la tarde y oímos sus voces en la cresta del viento. El viejo agitó una mano, pero tal vez no lo alcanzaron a ver. Fue la última vez que vimos al Alagoas, con su carroza parecida a una casilla y las macetas de culantrillos y ese aire lejano semejante al del Flora, porque desapareció para siempre. El Cuervo Abelleira y la húngara y los dos tipos silenciosos. Nosotros lo ignoramos entonces, yo y el Oscuro, pero mi padre lo presintió de lejos porque entendía a los barcos. Y el de su corazón había partido también, en cierto modo, y para siempre.
Ahora era evidente que evitaba acercarse al casco. Por más que algunas veces se detuviera y lo palmeara como a un viejo caballo y dijera sin quitarse el cigarro de la boca:
—Un día de éstos vamos a salir por ahí.
Fue el tiempo, en mitad del verano, que maduró en su rostro ese aire afable y desesperanzado que más tarde iba a descubrir en el rostro de otros tipos, aquí en la costa.
¿Qué había pasado? Mi padre estaba viejo, viejo por dentro igual que esos grandes sauces que un buen día amanecen en el suelo. ¿No era acaso un síntoma el hecho de que no le hubiese puesto un nombre? En sus buenos tiempos habría empezado por ahí.
Ahora, a la distancia, todo eso es evidente porque en alguna forma el viejo está en mí. Padece y busca su deseo, el nombre, que es lo mismo, a través de mí.
Cuando presintió el fin del verano, que para eso se pintaba solo (lo presintió en la plenitud del tiempo por esos signos sutiles de la madurez, cuando la muerte de tan remota parece imposible), volvió al asunto de la pesca.
Ese año los barcos de placer comenzaron a aparecer en los parajes que frecuentaba. No era gran cosa. Ni siquiera hoy es gran cosa. Si algo sobra en esta parte del mundo es donde estar solo. De cualquier forma el viejo comenzó a alejarse en busca de otros más solitarios.
—He oído decir que hay buena pesca adentro del Diablo.
Y otra vez:
—Voy a rodear por afuera hasta el Miní. Después subo hasta el Correntoso por adentro... Cuatro o cinco días. No más de cinco.
Fueron muchos más. Pero al viejo le resultaba como si se movieran las islas, no él, y el río le trajera esos lugares. De manera que no había más que cargar el bote y salir al medio del río y esperar. Las cosas llegaban solas.
Al poco tiempo olvidó el motivo inicial de aquellos viajes y comenzó a vagar de un lado para otro sin preocuparse demasiado por la pesca. Llevaba siempre consigo dos o tres cartas Neptunia y tomó la costumbre de anotar en los planos cualquier dato que el cartógrafo había pasado por alto. Al final, en lugar de aparejos, salía cargado de planos y hojas de papel y lápices de colores y unos viejos prismáticos Krauss.
Hasta que esto perdió también su interés. Entonces enmudeció del todo y se limitó a vagar sobre el río las horas y los días.
La maleza comenzaba a cubrir el claro que abrió un día cerca de la costa y ocultaba en parte el armazón del casco. Pero él ni siquiera miraba ahora hacia allí y, de todas maneras, no estaba casi nunca en la casilla.
Dos o tres veces salí con él. No habló ni una palabra. Ya no decía "Hijo, esto", "Hijo, aquello", como tenía por costumbre y como a mí, después de todo, me gustaba oírselo decir. Ya no decía nada. Se sentaba en medio del bote y comenzaba a remar con esa pachorra propia de los viejos, sin proponerse llegar a ninguna parte. Por la noche nos acurrucábamos en el fondo del bote y dormíamos cubiertos con una lona, el perro entre los dos. Muchas veces llegué a olvidarlo, pero otras me volvía hacia él impresionado de pronto por esa gran soledad que despedía mi padre, y contemplaba su rostro.
Fue una ilusión eso de olvidarlo. Ya para entonces el viejo había penetrado en mi vida de una manera lenta y obstinada. Ahora, en el recuerdo, revivo aquel aire taciturno, ese estar y no estar en medio de las cosas, esa turbadora presencia del cuerpo abandonado al tiempo, esa leve y remotísima ironía.
Pero, después de todo, no sé si eso sale de él o de mí.
Entonces no advertí nada expresamente, o casi nada, por-que la vida pugnaba dentro de mí y estaba impaciente por mi estrella. Fue mucho más tarde, el día que me senté en la costa y me comenzaron a rondarlos recuerdos. Una tarde cualquiera de verano.
El último tiempo fue un largo y casi ininterrumpido vagabundeo sobre el río.
En realidad parecía buscar algo. Su corazón nunca estaba allí donde estaba el resto de su cuerpo. Siempre más adelante, o en cualquier otro lugar, pero no allí.
Una confusa ansiedad, apenas una llamita vacilante, lo apremiaba cada mañana con mansa, pero terca insistencia. Conozco ahora esa misma ansiedad. Esa congoja y esa alegría a un mismo tiempo, ese anhelo desasosegado por algo impreciso que le hace a uno erguir la cabeza y aspirar profundamente como si le faltase el aire.
En el caso de mi padre había una meta, sólo que no acertaba con ella. Porque el objeto de su deseo estaba en casa, en el claro junto al río, dormido contra el cielo como un pájaro embalsamado.
De manera que dondequiera que fuese lo seguiría su ansiedad.
Hasta que partió por última vez, una mañana de marzo, cuando ya los signos del tiempo eran completamente claros. Lo vi cargar el bote, cada cosa en su lugar, y los aparejos de pesca en la cajonera de popa. Y partió.
Una semana después no había vuelto. Un mes después no había vuelto.
Alguien oyó los ladridos del perro, desde el río abierto, atropellándose y rebotando en la distancia. Era una cosa bastante curiosa que vinieran desde ahí. Luego languidecieron y cesaron en la placidez de marzo y el que los había escuchado pensó que efectivamente se trataba de una ilusión.
Pero el Maldonado, que un día se apartó de su rumbo, en la primera crecida de abril, encontró el bote boyando en medio del río, cerca de donde en el 34 se hundió el 1º Clara Donato. El viejo y el perro estaban acurrucados en el fondo del bote como si durmieran. Eso parecía, salvo aquel olor que nos alcanzó de lejos cuando el Maldonado lo remolcó hasta el Honda.
El Oscuro cubrió el bote con algunas tablas del barco. El viejo había dicho: "Para la tablazón, viraró. Para la cubierta, petiribí, que es la teca americana". De manera que lo cubrió con petiribí, aguantando la respiración mientras clavaba las tablas, y lo enterramos con bote y todo en el claro que había abierto cerca de la costa, al lado del esqueleto de madera.