Cienfuegos es un pueblo
tranquilo, con su plaza central rodeada de edificios bajos en proceso de
restauración y que muestran la influencia de inmigrantes franceses llegados en
otros tiempos. Como La Habana, también está sobre una bahía y tiene un malecón
frente al cual nos hospedamos, en la casa de una familia muy reservada. Este
malecón, especie de costanera, se aleja del centro y termina en una península a
la que llaman “La Punta”, lugar donde una tarde, tomando mate, nos sorprendió una
bellísima puesta de sol.
Al otro día fuimos en
ómnibus local hasta una playa llamada Rancho Luna. Como en enero el clima es
frío para los cubanos y no es mes de vacaciones, prácticamente no van a la
playa, por lo que en muchas de ellas uno puede encontrarse sólo con algunos
extranjeros e incluso con nadie. Esto nos pasó en Rancho Luna. A lo largo de
kilómetros de playa, durante todo el día, sólo nos cruzamos ocasionalmente con unas
pocas personas. Si bien llegamos en un ómnibus cargado y bullicioso, apenas
bajamos la gente y el bullicio se desvanecieron, se escurrieron en un instante como
arena entre los dedos dejando únicamente la presencia de una brisa en el aire que
invitaba a la contemplación, a la introspección, al relax.
Se trataba de un caserío
silencioso, como dormido, más un hotel y un par de puestos de comida cerrados,
en una zona de médanos que se extendían sin poder precisarse hasta donde. Todo
parecía bien cuidado pero absolutamente fuera de temporada, sin un alma bajo un
sol que hacía el efecto de borronear un poco las cosas.
Con tanta playa y
silencio disponibles nos sentíamos en el paraíso; en el mar calmo uno podía
adentrarse unos cien metros y el agua no subía de la cintura. Cangrejos,
estrellas de mar y aves buscaban ser discretos. Fue una jornada maravillosa, de
reposo, un regalo de la vida. Avanzado el día, el mismo sol de la tarde
anterior rodó un poco por el agua antes de zambullirse lentamente en el
horizonte.
Un rato después, todavía
encantados, con el día despidiéndose caímos en la cuenta de que era hora de
emprender el regreso a Cienfuegos. Con las almas renovadas caminamos hasta una esquina
sobre la calle principal para esperar el ómnibus. Pasaron unos cuantos minutos
hasta que llegamos a la conclusión de que, literalmente, no había un alma en ese
lugar. Cierta preocupación nos empezó a invadir, no parecía haber ni a quién
hacerle una pregunta.
Para ponerle movimiento a
la situación decidimos caminar un poco en dirección hacia donde debía venir el
ómnibus, así fue como a unos doscientos metros descubrimos un puñadito de
personas que parecían esperar lo mismo que nosotros bajo unos árboles. Fuimos
hasta ahí. Al llegar nos encontramos con cuatro o cinco turistas, argentinos,
que estaban en la misma situación y con la misma incertidumbre. Al menos teníamos
de qué hablar. A uno, alguien le había comentado que el último ómnibus ya había
vuelto a Cienfuegos hacía unas horas y que la única alternativa posible era un
camión que, “en una de esas”, salía para allá.
La noche se imponía
inevitable, con aire de sentencia; aunque nada se moviera en Rancho Luna el
tiempo seguía pasando, ya no teníamos nada para comer ni aparentemente donde
conseguir aunque sea agua para mates; cierta sensación de angustia empezaba a
amargar lo que hasta la caída del sol había sido un día mágico. ¿Qué hacer? ¿A
quién buscar? ¿Y si alguno se alejaba y aparecía el vehículo? ¿Cómo alcanzar la
tranquilidad de estar en nuestros hospedajes? ¿Éramos los únicos responsables
de esa situación por no volver en ómnibus a las cuatro de la tarde?
Las primeras estrellas
miraban con curiosidad si resolvíamos el asunto o nos dejábamos ganar por la
circunstancia, abandonados a la intemperie. Recriminarse por lo vivido no tenía
sentido, estábamos ahí, había que mirar para adelante. Calculamos que volver
caminando podía llevarnos unas cinco horas pero nos fuimos convenciendo de que
era la mejor alternativa. Al menos éramos un grupo de compatriotas con muchas
cosas en común y, por delante, la anécdota de una peregrinación nocturna en
tierras cubanas.
Parados en el medio de la
ruta, con un pueblo fantasma más quieto y silencioso que nunca a nuestro
alrededor y un horizonte de médanos cada vez más oscuros al frente, cargamos
nuestras mochilas como si se tratara de nuestros propios destinos y nos
dispusimos a buscar el resplandor de Cienfuegos en el vientre de la noche, como
viajeros de otro tiempo, como dignos luchadores de la vida, como buscadores de
sueños.
A los cinco minutos de
haber dejado atrás el caserío oímos un motor tosiendo a nuestras espaldas. Y
cinco minutos más tarde cantábamos sonrientes en la caja del camión que nos
dejaría en la puerta del hospedaje media hora más tarde.
Ese enero parecía que la
ciudad de moda para el turismo era Trinidad. Había razones: un centro colonial
con edificios restaurados y coloridos y algunas calles empedradas la hacían
atractiva, con encanto. Distintos detalles de Trinidad me hicieron acordar, por
distintas razones y en distintos momentos, a otros lugares: Colonia del
Sacramento, San Telmo y La Boca, Tilcara, incluso alguna postal de
Antigua-Guatemala… todo eso junto. Pero también, al ser muy concurrida, estar
ahí era complejo en algunos aspectos: costaba encontrar hospedaje o dónde comer
a un precio accesible y todo el tiempo era posible cruzarse con alguien
tratando de vender algo o simplemente pidiendo dinero.
Al llegar, salir de la
terminal de ómnibus fue caótico, porque eran muchos los que ofrecían a la vez “el
mejor hospedaje al mejor precio posible”. Mi compañera y yo no sabíamos a quién
seguir y tampoco queríamos desilusionar a nadie. Sin embargo, los lugares que
llegamos a ver no nos convencieron por los montos exigidos. En este punto es
importante aclarar que si bien éramos turistas, no éramos el tipo de turista
que más le conviene al cubano, ya que nuestras posibilidades económicas eran
limitadas y teníamos más o menos claro qué podíamos pretender. Por esto, y
porque la oleada de ofertantes siguió buscando gringos con más dinero y menos
pretensiones, después de un rato nos quedamos solos.
Con un poco de
preocupación por las predicciones del estilo “si no se quedan acá no van a
encontrar nada, no hay hospedajes disponibles en Trinidad”, enfilamos por una
calle tratando de alejarnos un poco del gentío. Enseguida encontramos la tranquilidad
típica de un pueblo, la calma de la siesta, un gato y unos perros fiaquentos
compartiendo la sombra en la vereda. Algunas miradas curiosas detrás de unas
ventanas y el audio de la telenovela de la tarde brotando de las casas.
Después de varias cuadras
paramos en una esquina a tomar agua. Creo que no queríamos mirarnos a los ojos
para no tener que decir “nos quedamos sin hospedaje” o “vamos a tener que pagar
lo que sea” cuando una señora con cara de abuela buena y una bolsa con verduras
se acercó y nos preguntó si buscábamos dónde dormir. Le dijimos que sí y nos
comentó que en la casa de su hijo había lugar disponible, “¿por cuánto?” fue
nuestra pregunta, “eso lo arreglan con él” y aseguró “pero no va a haber
problema”.
La casa era linda y
estaba bien ubicada. El dueño, Raúl, nos dijo que al precio lo pusiéramos
nosotros (el mismo de Cienfuegos nos pareció bien) y la única condición que
puso fue que en algún momento nos sentáramos a conversar con él, sobre
Argentina, sobre el mundo, sobre otras cosas que lo sacaran un poco de su vida
cotidiana, de su rutina.
En esos días conocimos
Trinidad a pie, su casco histórico, sus suburbios y sus afueras, su música y
sus silencios; también visitamos y disfrutamos Ancón, la playa cercana a la
ciudad; todo con vistas panorámicas y atención en los detalles. Un entrevero de
imágenes y sensaciones bellas y dolorosas, lo mágico y lo real, las fachadas
coloridas y el marrón de la miseria, el encanto y el desencanto. Así como es la
vida, así es Cuba.
Y en varias de esas tardes,
después de andar el día entero, me senté a conversar con Raúl, como un reflejo
más de su tierra. Un tipo joven, de unos cuarenta y pico, en pareja con Bárbara
desde hacía unos años, dos hijos, una casa linda y habilitada para el turismo (pero
como él tenía un buen empleo en un Ministerio no se preocupaba por buscar
huéspedes), todos con buena salud y acceso a actividades y eventos culturales;
aparentemente sin grandes necesidades ni problemas, algunos podrían pensar que
“además viviendo en la isla”, con playas de aguas cálidas y transparentes a
minutos de su hogar. Varias razones por las que muchos serían felices.
Sin embargo, en la medida
en que Raúl se iba dando a conocer, iba descubriendo a un tipo desencantado,
con una felicidad agónica, encerrado en los límites de su isla. Se maravillaba
escuchando anécdotas y relatos de afuera, preguntando, indagando en claroscuros
de otros rincones del planeta; se quejaba de unos límites a sus sueños de
progreso, a sus ganas de andar por ahí, de vivir otra vida, de no poder variar
o intentar otros proyectos. Ambos compartimos en esas tardes nuestros gustos y
valores, anhelos y contradicciones, virtudes y limitaciones, como hermanos que
se reencuentran después de treinta años y le ponen sabor a lo vivido con unos
vasos de ron… dejándome en el alma, Raúl y Trinidad, un tono agridulce como de
azúcar y limón.
La última noche, mi
compañera y yo caminábamos por Trinidad buscando una buena cena de despedida.
Los restoranes abiertos solo tenían precios para gringos con más dinero y menos
pretensiones que nosotros. En una de esas, cuando empezábamos a aceptar que no
teníamos chances, una chica nos chistó desde un rincón oscuro: “yo tengo lo que
buscan, vengan conmigo”, dijo con segura calidez. La seguimos un par de cuadras
como quien comparte la vereda de casualidad hasta que nos invitó a pasar a una
casa común y corriente, sin carteles ni luces en la entrada. Atravesamos una
sala donde un nene miraba televisión, luego un pasillo que daba a una cocina
donde una mujer fabricaba aromas increíbles y de ahí a un patio. Dos mesitas
bajo una glorieta con una guirnalda de tres o cuatro lucecitas de colores muy
tenues le daban forma y calidez a una estrategia de sobrevivencia familiar. En
la otra mesa, un gringo cincuentón compartía sus platos con una negra
veinteañera. De fondo cantaban los grillos.