sábado, 19 de noviembre de 2016

JUAN M. AGUIRRE: Y FUTURA PROMESA DE JACARANDÁ

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Tu piel quedó encallada en un otoño tardío
y mi adentro azul en sombra
cual pálida ceniza
fondea ante el remanso de tu rostro
fino, cálido y preciso.

Llueve sus palabras hace tiempo este pensarte
en el fondo de unas tardes
surcadas borravino
con tus ojos como mancha en plumas reales
y tu boca que renace.

Nos queda un septiembre de brotes verdeagua
y un sueño de implícito roce
que se va
nos queda insinuante una esquiva caricia
y futura promesa de Jacarandá.

                             En: "De aguaceros y fuegos", Ed. El Colectivo. Bs. As., nov. 2016

martes, 27 de septiembre de 2016

ABELARDO CASTILLO: LA MADRE DE ERNESTO

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Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
      Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
      –¡No!
      –Sí. Una mujer.
      –¿De dónde la trajo?
      Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
      –¿Por dónde anda Ernesto?
      En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
      –¿Qué tiene que ver Ernesto?
      Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
     –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco? 
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
      –Atorranta, ¿no?
      Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
      –Si no fuera la madre...
      No dijo más que eso.
      Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
      –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
      Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
      –Pero es la madre.
      –La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
      –Y se los come.
      –Claro que se los come. ¿Y entonces?
      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
      Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
      –Se acuerdan cómo era.
      Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
      –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
      Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
      –No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
      Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
      –No se lo deben de haber prestado.
      –A lo mejor se echó atrás.
      Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
      –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
      –¿Cómo será ahora?
      –Quién... ¿la tipa?
      Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
      –Esto es una asquerosidad, che.
      –Tenés miedo – dije yo.
      –Miedo no; otra cosa.
      Me encogí de hombros:
      –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
      –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
      Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
      Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos:Preguntó:
      –¿Y si nos echa?
      Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
      –Es Julio –dijimos a dúo.
      El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
      –Se la robé a mi viejo.
      Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
      –Fumaba, ¿te acordás?
      Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
      –¿Cuánto falta?
      –Diez minutos.
      Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
      Julio apretó el acelerador.
      –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
      –¡Qué castigo ni castigo!
      Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
      –¿Y si nos hace echar?
      –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
      A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
      –Llevalos arriba.
      La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
      –A ver si nos sacan una muela.
      Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
      –Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
      –¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
      Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
      Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
      –¿Quién pasa?
      Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
      –Qué sé yo. Cualquiera.
      Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
      
–¿Bueno?
      Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió"bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
      –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
      Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
      Cerrándose el deshabillé lo dijo.

domingo, 21 de agosto de 2016

JUAN MANUEL AGUIRRE: CUANDO ANDÁBAMOS EN LA LUNA

Por lo general, las diferencias entre un acto cercano a la locura y otro propio de los parámetros racionales están claras… ¡por lo general, aunque hay locuras y Locuras en este contradictorio y convulsionado mundo! Pero cómo se define ese límite, qué pasa con esa zona en que actos muy coherentes pueden parecer un delirio o, al contrario, algo que es pura fantasía es lo más sano que podemos encontrar… ¿en qué tierra nacen esas cosas? ¿Cómo crecen? ¿Qué las alimenta o qué las aniquila? ¿Qué hacemos con eso?

Debe haber sido un domingo porque el día no era como la mayoría de los días y el barrio estaba muy tranquilo, como adormecido y silencioso. Además debe haber sido en otoño, porque hacía frío pero no el frío crudo del invierno sino uno aguantable. Una mañana muy gris, de una niebla espesa que el sol, a penas tibio, recién pudo despejar al mediodía.

Yo tendría ocho años y él once. Nosotros, no sé por qué, nos levantamos más temprano que los demás aunque estaba especial para mirar dibujitos desde la cama. La cuestión es que salimos a jugar al patio dejando al resto del mundo en sus asuntos. Y el juego se fue desarrollando como si se tratara de algo natural, obvio, inevitable; y casi sin necesidad de hablar.

Puede ser que hayamos estado influidos por alguna película como “La guerra de las galaxias” o por alguna serie de televisión como “Galáctica”, porque aquel patio surcado por paredones y ligustrinas, conteniendo una atmósfera gaseosa apenas atravesada por ese sol tan débil como una lámpara de kerosene, se fue convirtiendo en una porción de luna o de planeta lejano que nos tocaba explorar en nombre de la humanidad.

Nuestras camperas inflables, con capuchas y los cierres subidos hasta el tope tapándonos las bocas, fueron los trajes espaciales necesarios. Nuestros relojes, además de marcarnos el tiempo, registraban las coordenadas que seguíamos y hasta podían avisarnos si cerca nuestro se producía algún movimiento que nuestros ojos no llegaran a advertir. También eran como teléfonos que nos permitían comunicarnos con una base terrestre que flotaba en algún lugar, por ahí arriba, y unos cables o sogas conectados desde nuestra nave a los relojes nos suministraban el oxígeno necesario, por lo que uno de los mayores peligros era que se desconectaran con algún movimiento brusco (en ese caso teníamos sólo unos segundos para llegar a la nave y restablecer la conexión). También teníamos armas, de rayos láser, que por suerte no fue necesario usar. Pero un miedo concreto a encontrarnos con seres extraterrestres estaba latente y nos generaba un hormigueo permanente en las espaldas (podían ser más avanzados… y estar observándonos respetuosamente esperando un momento indicado para interactuar con nosotros).

Los restos de una cocina en desuso eran parte de nuestra nave y en su horno íbamos guardando piedras y otros objetos que recolectábamos para su posterior estudio científico. Y observábamos cada pieza tomada en nuestras manos con especial atención a sus más mínimos detalles, sabiendo que podía tratarse de materiales absolutamente desconocidos en La Tierra.

Todavía recuerdo como, a tanta distancia de los nuestros, sólo escuchábamos las pocas palabras que cruzábamos, con la interferencia de la tela y en un ambiente  con sonido de fondo similar al del interior de los caracoles, donde también flotaba nuestra respiración e incluso el tun-tun de nuestros latidos.

Éramos dos elegidos, de un planeta de millones de habitantes, para cumplir esa importante y arriesgada misión. Y como correspondía, nos la tomamos muy en serio.

No sé cuánto tiempo real pasamos así, para mí fueron horas. Obviamente todos nuestros movimientos eran extremadamente lentos por efecto de la atmósfera de ese lugar, lo que en condiciones normales nos hubiese hecho quedar como ridículos, incluso ante amigos nuestros, razones como para que otros tuvieran de qué burlarse durante años.


Sin embargo, a pesar del riesgo mayor de que otros terrícolas nos vieran, algo nos mantuvo unidos y comprometidos con semejante tarea, garantizando la mutua protección; algo así como una complicidad en la fantasía, como la posibilidad mágica de estar ahí y en otro lugar muy lejano a la vez, de ser nosotros y al mismo tiempo otros, haciendo cosas muy disparatadas y a la vez muy cuerdas. Quizá la complicidad de pertenecer a una raza en peligro de extinción, tratando de salvar nuestra especie. Quizá la sana locura de ser, simplemente, pibes jugando.

lunes, 8 de agosto de 2016

J. L. BORGES: JUAN MURAÑA


Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un. estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani.. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames. Roberto Godel lo recordará.
Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
         —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
         Me miró con una suerte de santo horror.
         —Me he documentado —le contesté.
         No me dejó seguir y me dijo:
         —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
         Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
         —Soy sobrino de Juan Muraña.
         De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
         —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
         Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
         “—A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado: y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Este, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
No sé cuanto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames.. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quién está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: He cambiado mucho. Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: 'Le había llegado la hora'. El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza.. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
         —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
         Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
         Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
         —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
         —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
         —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
         Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
          Siguió hablando con suavidad:
         —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
Nunca sabré si Le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo.”
Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo de muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.

miércoles, 27 de julio de 2016

THIAGO DE MELO: GÉMINIS

Quédate una vez por trimestre
en tu casa,
sólo con ella, con tu gente,
por mucho que Mercurio
te invite al movimiento.
Te hará muy bien permanecer mirando
la apertura silenciosa de una rosa
o el juego de las palomas
en el centro de la plaza.
Aprovecha para mirar
-si es posible de cerca-
el semblante castigado
de los que vuelven, después de haber vendido
su fuerza de trabajo:
en el fondo de sus ojos
arde, feroz, la esperanza.
Que no te preocupe tanto
tu inseguridad: este año la dominarás
para siempre, con la opción a que la vida
te obligará;
y descubrirás en los desvanes de tu pecho
poderosos manantiales,
y ventanas se abrirán
en los muros más espesos.
Mercurio protegerá los amores
iniciados en junio o setiembre.
Pero la culpa será tuya
si tu amor acaba.
La mujer nacida bajo géminis
debe como nunca antes
hacer valer su afamada independencia.
Mas con moderación y dulzura.
Y conviene evitar los colores esdrújulos
durante los primeros decanatos.
Basta ya de intentar rumbos.
Prosigue tu camino
y atravesarás el arco iris.

De la antología "Canto de amor armado", Colección ESTA AMÉRICA, EDICIONES DE CRISIS. Bs. As. 1975.

miércoles, 20 de julio de 2016

JUAN MANUEL AGUIRRE: QUIÉN HABLARÁ DE ELLOS

Al “Negro” Fontanarrosa
Amanece todavía en trazos grises la ciudad
el sol abrillanta el empedrado de los barrios
y el Rosario de colores se diluye
entre el Paraná de bronce y los pobres oxidados

en cuántos corazones y terrazas vibra tu nombre
entre mate, cerveza y humitos de parrilla
si tu gesto desvergonzado
flota en la humedad como angelito
en aromas de glicinas y café
en tenues luces de barcito
los Mendietas ladran a tu aura en cada esquina
y las radios fríen en tu nombre algunos goles

la gente te reclama, Negro querido
les gustaría saber
quién hablará de ellos como héroes
con qué magias de potrero brillará la ternura
superando la crueldad de tanto Aceitoso suelto
y quién nos ayudará a mirar
más allá de las sirenas de esta costa
la sencilla lindura que somos como pueblo.

domingo, 10 de julio de 2016

MARIO BENEDETTI: NO TE SALVES

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No te quedes inmóvil 
Resultado de imagen para no te salves mario benedetti letraal borde del camino 
no congeles el júbilo 
no quieras con desgana 
no te salves ahora 
ni nunca 
              no te salves 
no te llenes de calma 
no reserves del mundo 
sólo un rincón tranquilo 
no dejes caer los párpados 
pesados como juicios 
no te quedes sin labios 
no te duermas sin sueño 
no te pienses sin sangre 
no te juzgues sin tiempo 

pero si 
pese a todo 
no puedes evitarlo 
y congelas el júbilo 
y quieres con desgana 
y te salvas ahora 
y te llenas de calma 
y reservas del mundo 
sólo un rincón tranquilo 
y dejas caer los párpados 
pesados como juicios 
y te secas sin labios 
y te duermes sin sueño 
y te piensas sin sangre 
y te juzgas sin tiempo 
y te quedas inmóvil 
al borde del camino 
y te salvas 
              entonces 
no te quedes conmigo.

MARIO BENEDETTI