Éramos unos cuantos los que lo vimos. Fue poco después de las
seis de la mañana de aquel día de mayo, cuando muchos íbamos a trabajar procurándonos
lugar en algún medio de transporte ya repleto.
Yo estaba caminando cuando lo vi, a pocas cuadras de la
estación de trenes. Apareció volando sobre la avenida, unos metros por encima
de cables y carteles. Visto desde abajo era gris claro y reflejaba con cierta
fosforescencia las luces de mercurio. Enorme, planeaba como un cóndor pero era
más grande que las aves de Los Andes, sin embargo parecía muy ágil y seguro
moviéndose en plena urbe. Me estremeció escuchar cómo cortaba el aire helado del
otoño con su vuelo.
Velozmente, remontó unos metros antes de frenar, quedando
como crucificado en un cielo plomizo de fondo, y girar hacia el paso a nivel.
Ahí le vi las patas con garras enormes y esa especie de cola que usó como timón
y me hizo pensar que se trataba de un dragón, que es como ahora todos lo llaman
cuando hablan del asunto.
Yo corrí de curioso, en un principio más fascinado que
asustado. Entonces lo vimos bajar a metros de las vías, flotando con las alas
extendidas como un parapente. Puede decirse que era un pájaro, pero en vez de
plumas tenía escamas; su cabeza era alargada, como suelen dibujarse a los
pterodáctilos, y tenía una cresta con forma de corona. Su lomo era del color
verde azulado de los pavos reales.
Creo que yo fui el que más cerca estuvo, pero ninguno llegó a
menos de diez metros cuando rodeamos la escena. En lo hipnótico del
espectáculo, temor y vulnerabilidad brotaban de nuestros cuerpos, aun así la
admiración y el respeto que inspiraba la bestia eran mayores.
El silencio se impuso y todos nos quedamos quietos,
congelados, tratando de entender. El fantástico animal actuó como sabiendo
perfectamente lo que hacía, dominando la situación; a las claras vino ahí y a
eso. Cuando se posó en la vereda, la temperatura ambiente bajó aun unos grados
más.
El dragón dio unos saltos cortos, haciendo equilibrio, hacia
ese rincón húmedo y oscuro, y de entre un bulto de cartones y mantas arruinadas
tomó entre sus garras el cuerpo de aquella señora que hacía tiempo pasaba las
noches ahí y que durante los días mendigaba comida o lo que quisieran darle; en
algunas fechas especiales vendía flores y todo el mundo la conocía, aunque
nadie sabía de dónde había venido ni cuándo.
Con su presa inerte entre las garras, sin una mínima
reacción en esas manos blancas y desnudas que se arrastraron sobre el suelo, la
mirada fría de aquel fantástico ser viró a ternura profunda. Lenta y
majestuosamente extendió las alas, tomó impulso con un salto y salió volando
para el lado del río, como queriendo llegar lo antes posible al lugar por donde
un sol tibio y cansado a duras penas comenzaba a extender sus brazos ancianos,
como esperando un tributo ineludible de esta raza tantas veces injusta, indiferente,
mezquina.
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