Por lo general, las diferencias entre un
acto cercano a la locura y otro propio de los parámetros racionales están
claras… ¡por lo general, aunque hay locuras y Locuras en este contradictorio y
convulsionado mundo! Pero cómo se define ese límite, qué pasa con esa zona en
que actos muy coherentes pueden parecer un delirio o, al contrario, algo que es
pura fantasía es lo más sano que podemos encontrar… ¿en qué tierra nacen esas
cosas? ¿Cómo crecen? ¿Qué las alimenta o qué las aniquila? ¿Qué hacemos con
eso?
Debe haber sido un domingo porque el día no
era como la mayoría de los días y el barrio estaba muy tranquilo, como
adormecido y silencioso. Además debe haber sido en otoño, porque hacía frío
pero no el frío crudo del invierno sino uno aguantable. Una mañana muy gris, de
una niebla espesa que el sol, a penas tibio, recién pudo despejar al mediodía.
Yo tendría ocho años y él once. Nosotros, no
sé por qué, nos levantamos más temprano que los demás aunque estaba especial
para mirar dibujitos desde la cama. La cuestión es que salimos a jugar al patio
dejando al resto del mundo en sus asuntos. Y el juego se fue desarrollando como
si se tratara de algo natural, obvio, inevitable; y casi sin necesidad de
hablar.
Puede ser que hayamos estado influidos por
alguna película como “La guerra de las galaxias” o por alguna serie de
televisión como “Galáctica”, porque aquel patio surcado por paredones y ligustrinas,
conteniendo una atmósfera gaseosa apenas atravesada por ese sol tan débil como
una lámpara de kerosene, se fue convirtiendo en una porción de luna o de planeta lejano que nos tocaba explorar en nombre de la humanidad.
Nuestras camperas inflables, con capuchas y
los cierres subidos hasta el tope tapándonos las bocas, fueron los trajes
espaciales necesarios. Nuestros relojes, además de marcarnos el tiempo,
registraban las coordenadas que seguíamos y hasta podían avisarnos si cerca
nuestro se producía algún movimiento que nuestros ojos no llegaran a advertir. También
eran como teléfonos que nos permitían comunicarnos con una base terrestre que
flotaba en algún lugar, por ahí arriba, y unos cables o sogas conectados desde
nuestra nave a los relojes nos suministraban el oxígeno necesario, por lo que
uno de los mayores peligros era que se desconectaran con algún movimiento
brusco (en ese caso teníamos sólo unos segundos para llegar a la nave y
restablecer la conexión). También teníamos armas, de rayos láser, que por
suerte no fue necesario usar. Pero un miedo concreto a encontrarnos
con seres extraterrestres estaba latente y nos generaba un hormigueo permanente
en las espaldas (podían ser más avanzados… y estar observándonos
respetuosamente esperando un momento indicado para interactuar con nosotros).
Los restos de una cocina en desuso eran
parte de nuestra nave y en su horno íbamos guardando piedras y otros objetos que
recolectábamos para su posterior estudio científico. Y observábamos cada pieza
tomada en nuestras manos con especial atención a sus más mínimos detalles,
sabiendo que podía tratarse de materiales absolutamente desconocidos en La
Tierra.
Todavía recuerdo como, a tanta distancia de
los nuestros, sólo escuchábamos las pocas palabras que cruzábamos, con la interferencia de la tela y en un ambiente con sonido de fondo similar al del interior de los caracoles, donde también flotaba nuestra
respiración e incluso el tun-tun de nuestros latidos.
Éramos dos elegidos, de un planeta de
millones de habitantes, para cumplir esa importante y arriesgada misión. Y como
correspondía, nos la tomamos muy en serio.
No sé cuánto tiempo real pasamos así, para
mí fueron horas. Obviamente todos nuestros movimientos eran extremadamente
lentos por efecto de la atmósfera de ese lugar, lo que en condiciones normales
nos hubiese hecho quedar como ridículos, incluso ante amigos nuestros, razones
como para que otros tuvieran de qué burlarse durante años.
Sin embargo, a pesar del riesgo mayor de
que otros terrícolas nos vieran, algo nos mantuvo unidos y comprometidos con
semejante tarea, garantizando la mutua protección; algo así como una complicidad
en la fantasía, como la posibilidad mágica de estar ahí y en otro lugar muy
lejano a la vez, de ser nosotros y al mismo tiempo otros, haciendo cosas muy
disparatadas y a la vez muy cuerdas. Quizá la complicidad de pertenecer a una
raza en peligro de extinción, tratando de salvar nuestra especie. Quizá la sana
locura de ser, simplemente, pibes jugando.