domingo, 21 de agosto de 2016

JUAN MANUEL AGUIRRE: CUANDO ANDÁBAMOS EN LA LUNA

Por lo general, las diferencias entre un acto cercano a la locura y otro propio de los parámetros racionales están claras… ¡por lo general, aunque hay locuras y Locuras en este contradictorio y convulsionado mundo! Pero cómo se define ese límite, qué pasa con esa zona en que actos muy coherentes pueden parecer un delirio o, al contrario, algo que es pura fantasía es lo más sano que podemos encontrar… ¿en qué tierra nacen esas cosas? ¿Cómo crecen? ¿Qué las alimenta o qué las aniquila? ¿Qué hacemos con eso?

Debe haber sido un domingo porque el día no era como la mayoría de los días y el barrio estaba muy tranquilo, como adormecido y silencioso. Además debe haber sido en otoño, porque hacía frío pero no el frío crudo del invierno sino uno aguantable. Una mañana muy gris, de una niebla espesa que el sol, a penas tibio, recién pudo despejar al mediodía.

Yo tendría ocho años y él once. Nosotros, no sé por qué, nos levantamos más temprano que los demás aunque estaba especial para mirar dibujitos desde la cama. La cuestión es que salimos a jugar al patio dejando al resto del mundo en sus asuntos. Y el juego se fue desarrollando como si se tratara de algo natural, obvio, inevitable; y casi sin necesidad de hablar.

Puede ser que hayamos estado influidos por alguna película como “La guerra de las galaxias” o por alguna serie de televisión como “Galáctica”, porque aquel patio surcado por paredones y ligustrinas, conteniendo una atmósfera gaseosa apenas atravesada por ese sol tan débil como una lámpara de kerosene, se fue convirtiendo en una porción de luna o de planeta lejano que nos tocaba explorar en nombre de la humanidad.

Nuestras camperas inflables, con capuchas y los cierres subidos hasta el tope tapándonos las bocas, fueron los trajes espaciales necesarios. Nuestros relojes, además de marcarnos el tiempo, registraban las coordenadas que seguíamos y hasta podían avisarnos si cerca nuestro se producía algún movimiento que nuestros ojos no llegaran a advertir. También eran como teléfonos que nos permitían comunicarnos con una base terrestre que flotaba en algún lugar, por ahí arriba, y unos cables o sogas conectados desde nuestra nave a los relojes nos suministraban el oxígeno necesario, por lo que uno de los mayores peligros era que se desconectaran con algún movimiento brusco (en ese caso teníamos sólo unos segundos para llegar a la nave y restablecer la conexión). También teníamos armas, de rayos láser, que por suerte no fue necesario usar. Pero un miedo concreto a encontrarnos con seres extraterrestres estaba latente y nos generaba un hormigueo permanente en las espaldas (podían ser más avanzados… y estar observándonos respetuosamente esperando un momento indicado para interactuar con nosotros).

Los restos de una cocina en desuso eran parte de nuestra nave y en su horno íbamos guardando piedras y otros objetos que recolectábamos para su posterior estudio científico. Y observábamos cada pieza tomada en nuestras manos con especial atención a sus más mínimos detalles, sabiendo que podía tratarse de materiales absolutamente desconocidos en La Tierra.

Todavía recuerdo como, a tanta distancia de los nuestros, sólo escuchábamos las pocas palabras que cruzábamos, con la interferencia de la tela y en un ambiente  con sonido de fondo similar al del interior de los caracoles, donde también flotaba nuestra respiración e incluso el tun-tun de nuestros latidos.

Éramos dos elegidos, de un planeta de millones de habitantes, para cumplir esa importante y arriesgada misión. Y como correspondía, nos la tomamos muy en serio.

No sé cuánto tiempo real pasamos así, para mí fueron horas. Obviamente todos nuestros movimientos eran extremadamente lentos por efecto de la atmósfera de ese lugar, lo que en condiciones normales nos hubiese hecho quedar como ridículos, incluso ante amigos nuestros, razones como para que otros tuvieran de qué burlarse durante años.


Sin embargo, a pesar del riesgo mayor de que otros terrícolas nos vieran, algo nos mantuvo unidos y comprometidos con semejante tarea, garantizando la mutua protección; algo así como una complicidad en la fantasía, como la posibilidad mágica de estar ahí y en otro lugar muy lejano a la vez, de ser nosotros y al mismo tiempo otros, haciendo cosas muy disparatadas y a la vez muy cuerdas. Quizá la complicidad de pertenecer a una raza en peligro de extinción, tratando de salvar nuestra especie. Quizá la sana locura de ser, simplemente, pibes jugando.

lunes, 8 de agosto de 2016

J. L. BORGES: JUAN MURAÑA


Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un. estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani.. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames. Roberto Godel lo recordará.
Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
         —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
         Me miró con una suerte de santo horror.
         —Me he documentado —le contesté.
         No me dejó seguir y me dijo:
         —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
         Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
         —Soy sobrino de Juan Muraña.
         De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
         —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
         Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
         “—A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado: y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Este, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
No sé cuanto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames.. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quién está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: He cambiado mucho. Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: 'Le había llegado la hora'. El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza.. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
         —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
         Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
         Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
         —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
         —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
         —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
         Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
          Siguió hablando con suavidad:
         —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
Nunca sabré si Le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo.”
Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo de muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.